Walter Benjamin / Días de infancia y radio

Walter Benjamin / Días de infancia y radio
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Por Gilda Waldman

El miércoles 23 de marzo de 1927, un hombre de estatura mediana, muy delgado, de cabellos castaños densos y abundantes, bigote espeso, gafas de gruesos cristales que no podían ocultar sus ojos azules, se dirigía hacia las instalaciones de Radio Frankfurt para iniciar la transmisión en vivo, sin edición, de un programa de radio. Eran tiempos difíciles en Alemania, en los que convivían el vendaval efervescente de las vanguardias artísticas, el incesante avance de la cultura popular, los signos ominosos de una próxima crisis económica y la violencia de los camorristas de camisas pardas que, con gritos fanáticos, insultos, amenazas de muerte, brazos en alto y golpes se enfrascaban en peleas callejeras en aras de “limpiar” a Alemania de sus oponentes políticos. El hombre, de caminar pausado y levemente inclinado hacia adelante, emanaba un aire de gracia y cortesía que sus ropas sencillas no podían ocultar, evidenciando su buena cuna. Estaba casi recién llegado de Moscú, adonde había viajado más por encontrar un amor perdido y por curiosidad que por convicción ideológica, y no tenía por aquel entonces un empleo fijo. Doctor en Filosofía pero excluido del mundo académico, vivía de realizar trabajos intelectuales free lance, aunque trabajaba en una obra monumental, El libro de los pasajes, un ensayo que marcaría la crítica cultural del siglo XX. Conectado con los círculos literarios, profundamente ligados a la floreciente industria radial, había solicitado durante meses un trabajo en la radio, hasta que un antiguo amigo del colegio, director del Departamento Cultural de Radio Frankfurt —por aquel entonces las más liberal y audaz de las nueve estaciones de radio existentes en Alemania— le ofreció un espacio de crítica de libros.

Aquella tarde de marzo de 1927, Walter Benjamin —ese era su nombre— entró en la sala de emisión. Allí lo esperaba una mesa, un amplio sillón y un micrófono. Se sentó, y con su voz de tono hermoso, melódico y penetrante, de reposada y bien articulada dicción, comenzó la lectura del primero de los casi cien programas de radio que habría de realizar, en especial entre agosto de 1929 y enero de 1933. Se titulaba “Jóvenes poetas rusos”, basado en material presente en sus Diarios de Moscú. Sabía que un programa de radio no era una conferencia; que el público no lo podría ver —ni él al público—, y tendría que conversar con personas desconocidas que permanecerían invisibles, extranjeros todos en un limbo donde lo único que existiría sería una voz —y una narración— a través de la cual todos quedarían vinculados, aunque cualquier radioescucha podría apagar el receptor en el momento en que quisiera.

UNA “COMUNIDAD IMAGINARIA”

Fascinado por el impacto de la nueva tecnología sobre el ámbito de la cultura, Benjamin consideraba que la radio podía ser un medio de comunicación democrático por su capacidad de llegar a los hogares de miles de personas, que podía crear una nueva “comunidad imaginaria”, pero que también podía ser usado políticamente de manera perversa. A lo largo de cuatro años, Benjamin escribió con su letra microscópica pequeños textos de seis o siete cuartillas para Radio Frankfurt y Radio Berlín, y su voz se multiplicó, se hizo presente en millares de hogares alemanes. Su último texto, que aparecería más tarde en el libro Infancia en Berlín, fue transmitido el 29 de enero de 1933. Al día siguiente, Adolf Hitler sería nombrado canciller de Alemania, los desfiles nazis serían transmitidos en cadena nacional y la radiodifusión se dedicaría a difundir la propaganda oficial. Walter Benjamin nunca volvió a trabajar para la radio alemana, y ese mismo año huyó de Alemania para no regresar.

La radiodifusión en Alemania se había desarrollado con rapidez en la década de los veinte, con apoyo estatal y participación privada. Su objetivo era, en una época de graves dificultades económicas e inestabilidad política, servir como instrumento de diversión para una sociedad deprimida y agobiada, y también como instrumento de formación cultural e integración social. La programación era muy diversa: programas para abogados y médicos, consejos para amas de casa, dramatizaciones de temas históricos, conciertos transmitidos en vivo, música popular, programas para jóvenes y para niños, etcétera. Fue este espacio radiofónico el que captó el interés de Benjamin, y gran parte de sus programas se dirigieron de manera particular a los niños, en una conmovedora e interesante conjugación de sus propias indagaciones y de una palabra fresca y jovial que apelaba a la capacidad infantil de comprender todo diálogo que se entablara con ellos. Este interés no era casual. Atrapado desde siempre por la naturaleza infantil, amante de las miniaturas, coleccionista de juguetes, muñecos e historias para niños que pudieran susurrarle historias arcaicas para comprender las marcas culturales de su época, deseoso de revivir la fascinada atención del niño frente a la aventura y los juegos, afín al espíritu curioso y su “extranjería” del horizonte infantil con respecto al mundo de los adultos —insertos en el trabajo y la productividad—, maravillado por el desenfado de los niños y la espontaneidad improvisada del juego —que recuperaría en sus vagabundeos posteriores con la misma despreocupación infantil—, Benjamin contaba historia a los niños.

Con un tono informal y fresco, que en muchas ocasiones incluía frases como “¿Están ustedes familiarizados con...?”, o “Ahora deben explicar esto a sus padres...”, invitaba a sus jóvenes oyentes, con un aire de complicidad, a formar sus propias opiniones.

Para Benjamin, la infancia era un territorio de pertenencia al cual se podía regresar de modo recurrente, una especie de puerto seguro, un gesto de protesta frente al mundo adulto. En el mundo de los niños permanecía el encantamiento; era el mundo de la utopía, la puerta de entrada a “otra” modalidad de pensamiento crítico, de exploración intelectual. Excelente narrador de historias, accedía al mundo infantil construyendo relatos destinados a atraer su atención con habilidad artesanal, envolviendo su imaginación con relatos que tocaran, de una u otra manera, su experiencia. Deleitado lúdicamente con sus historias leídas en voz alta —ajeno en estos programas a la escritura críptica o a la lectura analítica y severa del adulto— Benjamin rememoraba el arte perdido de la narración. Su pasión por el mundo infantil se entretejía con su don narrativo; el contador de historias buscaba nombrar los restos de un pasado oculto, por ejemplo el Berlín de su infancia, en contraste con la urbe moderna, cosmopolita, sofisticada, pero en la que ya se había gestado el huevo de la serpiente.

Varios de sus programas de radio para niños se refieren a la ciudad de su infancia. El Berlín desde el que transmite Benjamin a fines de los años veinte no es muy lejano, ciertamente, del retratado por Joseph Roth en sus Crónicas berlinesas y en sus primeras novelas: el hervidero humano en el que convivía el gran burgués con prostitutas y hampones, la dama encorsetada con los judíos que provenían del Este de Europa, los bohemios de la noche con los exiliados políticos y los fugitivos que poblaban los bloques de vivienda en los que proliferaban las enfermedades y la desesperación. Pero Benjamin prefiere relatar a los niños que lo escuchan en la radio cómo eran los mercados en el antiguo Berlín, los teatros de marionetas, los libreros ambulantes, las jugueterías y el bosque de Tiergarten. Ofrece a sus jóvenes radioescuchas una nueva mirada de Berlín a través de su propio pasado, en un tono autobiográfico y nostálgico que anticipaba lo que posteriormente sería su libro Infancia en Belín hacia 1900. A través de sus propias memorias infantiles, en una suerte de despedida de un Berlín ya perdido para él, Benjamin invitaba a su joven audiencia a visitar la ciudad en las sombras: las viviendas congestionadas, la fundición de latón o las fábricas de maquinaria, como una crítica a los sueños banales de la modernidad. Sobre el pasado irrecuperable que se desmorona en su memoria de infancia, Benjamin quiere revitalizar el pasado en el presente, alentar a los niños a descifrar los signos de una ciudad cargada de ellos, a mirar de otro modo ciertos espacios de aquella ciudad, a dejarse perder por la ciudad para toparse con lo desconocido, lo inesperado, lo sorprendente.

LOS PLIEGUES

DE LA HISTORIA

Pero Benjamin, fascinado por los libros de aventuras, de hadas y duendes, también dirigió la atención en sus programas radiofónicos a figuras que, en los cuentos para niños, aparecen como “malévolas”: brujas, gitanos, ladrones, bandoleros, etcétera. Él vuelve a contar la historia de estos personajes —rechazados socialmente, ubicados en las zonas oscuras de la historia y que no circulan por la “dirección única” de las grandes avenidas, los “vetados por estar fuera de la ley”, en fin, para mostrar el “otro” rostro de estas figuras estigmatizadas. Las narraciones radiofónicas de Benjamin, que viajaban por el tiempo y rescataban relatos orales que habían pasado de generación en generación, buscaban alentar la curiosidad infantil en torno a estas figuras, hasta el punto de volverlas fascinantes por sus aspectos luminosos, más allá de su dimensión malévola. Sí, las brujas podían hacer magia negra y pactar con el diablo, pero fueron perseguidas y asesinadas por fanáticos religiosos que reforzaban antiguas supersticiones, en una persecución legitimada con pretextos científicos y políticos. Sí, los contrabandistas de licor en la década de los veinte en Estados Unidos infringían la ley, pero también demostraban el absurdo de las leyes de prohibición. Sí, los bandoleros alemanes eran delincuentes peligrosos, pero mantenían un código de fraternidad envidiable.

Sí, los gitanos intimidan, pero ningún pueblo se ha aferrado como ellos a la libertad de movimiento y a la melancolía de la música. Sí, Cagliostro era un gran farsante, pero nadie como él en su poder de persuasión, en su conocimento del ser humano y en su capacidad de demostrar al hombre de la Ilustración que lo sobrenatural podía existir. Estos relatos hacen hablar a estas figuras desde “otro lugar”, las ubican en los pliegues olvidados de la historia, en los bordes de un mundo en permanente fluctuación. ¿Deseo de transmitir a los niños el imperativo de la incertidumbre? ¿Deseo de decirles: el pensamiento es un riesgo, no tiene andadores, no existen certezas absolutas? Quizá.

Hay muchos Benjamin dispersos: el traductor, el filósofo del lenguaje, el crítico cultural, el teórico de la historia, el escritor ignorado en su tiempo, el memorialista, etcétera. Pero Walter Benjamin fue también un hombre de radio, aunque él minimizara su importancia. Cuando un autor lee sus relatos en la radio no sólo ejerce un efecto sobre su audiencia, sino que también él mismo se transforma. Frente al micrófono, semana a semana, mes a mes, los programas de radio de Benjamin recogían, sin duda, inquietudes previas.

Pero también inspiraron parte importante de su obra futura. De su voz no queda rastro, pero algunos de los textos escritos que sirvieron de base para los programas radiofónicos fueron preservados (39 de alrededor de noventa o cien). En un sentido muy benjaminiano, es una colección necesariamente fragmentaria, incompleta. Publicados en Alemania en 1985, hoy los tenemos entre nosotros en español, como un nuevo sendero para explorar la fuerza del pensamiento de una mente tan creativa como experimental, cuya vigencia es todavía hoy indudable.

Gilda Waldman

es autora del libro Melancolía y utopía.

La reflexión de la Escuela de Frankfurt en torno a la crisis de la cultura y también

ha publicado numerosos artículos

en revistas especializadas sobre historia y memoria, y la reescritura de la historia a través de la literatura. Fue productora del programa “Por el sendero de los libros” de Radio UNAM, una emisión de análisis y crítica literaria.