Putin, un devoto de la geopolítica con ansias de expansión

Putin, un devoto de la geopolítica con ansias de expansión
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La más célebre frase de Putin reza: “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX es el derrumbamiento de la Unión Soviética”. No lo decía meramente como la constatación de un hecho de enorme importancia, sino como algo que además lamentaba profundamente. Y sabía lo que decía. Putin es un devoto del estudio y la práctica de la geopolítica y su trabajo de graduación en la escuela del KGB versó sobre el tema.

Las tradiciones de los Estados en política exterior, configuradas por sus condicionamientos geopolíticos, sobreviven las transformaciones ideológicas que implican las grandes convulsiones revolucionarias. Desde que a finales del siglo XV el principado de Moscú rompe sus vínculos de dependencia feudal respecto al dominante poder mongol, la Horda de Oro, la política exterior de Rusia viene definida por una palabra: expansión, expansión en todas direcciones.

No cambia con las dinastías ni en el paso de la autocracia zarista al totalitarismo soviético. Desde 1552, con la toma de Kazán, último bastión mongol, hasta 1917, Rusia crece a razón de una media de 100 mil kilómetros cuadrados por año. Lenin, para consolidar su revolución, tuvo que firmar una paz por separado con Alemania, Brest-Litovsk, en la que hubo de ceder territorios en su frontera occidental. Stalin se dedicó a recuperarlos y ampliarlos.

El desmembramiento de la Unión Soviética supuso una nueva retracción de fronteras. Putin asume ahora la tarea de tratar de recobrar lo que pueda, neutralizar lo que no pueda y retornar a la posición de gran potencia en la escena internacional. Todo ello en un contexto en el que la intangibilidad de las fronteras es un punto nuclear del orden internacional y, desde luego, europeo.

La anexión de Crimea por Rusia y la guerra civil en Ucrania ha despertado los fantasmas de la desintegración de la URSS, acaecida en diciembre de 1991, el cierre en falso de lo que constituyó un férreo espacio político sobre una base multinacional y el significado del imperio ruso en el contexto de la Europa actual.

“Politólogos e historiadores coinciden en que una serie de razones políticas, económicas y sociales llevaron a la URSS a su extinción. La derrota en la carrera armamentística, el declive económico, el movimiento democratizador (la perestroika y la glásnost) y la quiebra del ideal comunista contribuyeron a la implosión soviética, pero no fueron los factores determinantes. Los puntos esenciales que desencadenaron la desintegración territorial fueron el carácter imperial, la composición multiétnica y la estructura pseudofederal del Estado”, analiza El Mundo.

No sólo hay geopolítica fronteriza y sagrados vínculos étnicos en la política exterior de Putin. Se trata de todo el sistema internacional y de la proyección de su país en el mundo. Siria es el punto focal para la vuelta de Rusia a Oriente Medio. Obama le dijo que no sabía dónde se metía. Hasta ahora la experiencia es la inversa.

Putin le ha mostrado a Washington con qué poco se puede conseguir una influencia decisiva. El ruso es un jugador arriesgado. Sabe como nadie explotar las debilidades ajenas y convertirlo en popularidad doméstica. Pero hay algo que nunca ha cambiado en toda la historia de Rusia como gran potencia: sus pies económicos siguen siendo de barro.

Aunque Putin es un frío calculador que mantiene sus cartas bien pegadas al pecho y cuyas palabras están llenas de retórica falaz, de ellas y de sus acciones se pueden deducir algunos rasgos fiables. En la mente de Putin confluyen varias ideas e intereses. Los que conciernen a su régimen y a su interés personal coinciden plenamente pero no se oponen a su patriotismo, al menos a corto plazo.

La fortuna económica y política de su séquito de oligarcas depende de la de él y la suya de una amplia aceptación popular, la cual en octubre de este año se mantenía en 82 por ciento, según un reporte de la agencia rusa Sputnik.

Los intentos occidentales de acercamiento tras la Guerra Fría no cuentan.

Moscú los considerada pura hipocresía. Ucrania es demasiado grande y desastrosa y su nacionalismo demasiado fuerte para reincorporarla. Extirpar la parte oriental más lingüísticamente rusa y quizás la meridional, incluso llegando a enlazar con la república de Moldovia, son posibilidades no descartables.

Mientras tanto se propicia la deficiente viabilidad de Ucrania, se pone un incómodo peso muerto sobre Europa y se trata de introducir una cuña en las relaciones atlánticas. Se mantiene también la amenaza y la inseguridad. No es la primera vez que Putin dice de las nuevas repúblicas de Asia central que no son verdaderos países, lo que tiene su fundamento histórico.

Pero el mayor peligro reside en los pequeños países bálticos, en los que Moscú cuenta con quintas columnas rusas que podrían proporcionarle un pretexto en cualquier momento para volver a la carga. Para Polonia es una espada de Damocles siempre pendiente y para la OTAN una pesadilla continua, pues las tiene en su seno. ¿Una guerra por Estonia o la humillación de Europa y la desintegración del vínculo atlántico? Ése podría ser el gran dilema de la Alianza y los líderes europeos en un próximo futuro.

Los principios del Kremlin

“Él es un nacionalista -en el sentido del país ruso, no de la etnia rusa. Esa es su mayor fuerza conductora, creo yo, no una sed de poder ni ambición personal”, asegura Dmitry Linnik, jefe de la oficina en Londres de la emisora La Voz de Rusia.

“Creo que ha tomado una serie de decisiones que le dan en este tipo de régimen autocrático la mayor cantidad de poder y riqueza personal”, argumenta Chrystia Freeland, editora en jefe de la oficina en Moscú del diario Financial Times cuando Putin llegó al poder.

Putin restauró los símbolos soviéticos: el himno nacional y los emblemas y elogió el triunfo soviético en la Segunda Guerra Mundial. Pero también adoptó algunos objetivos de la era presoviética.

Se acercó a la Iglesia Rusa Ortodoxa y mencionó a filósofos antisoviéticos como Ivan Ilyin, cuyos restos repatrió a Rusia y enterró con honores.

Esa tendencia hacia una forma exclusiva de conservadurismo de Rusia se aceleró después de la ola de protestas contra el fraude electoral que estalló en Moscú entre 2011 y 2012.

Discurso de Putin en agosto de 1999

Necesitamos terminar con las revoluciones que se organizan de forma que nadie pueda ser rico pero lo que necesita el país en este momento son reformas para que nadie pueda ser pobre. No obstante, eso desafortunadamente se está volviendo más complicado cada día. No existe eso de un Estado próspero con una población empobrecida.

El instrumento más importante y la mayor prioridad del gobierno es la seguridad alimentaria. Nosotros proveeremos asistencia al sector agrario y en el análisis final para millones de campesinos que tienen sólo una preocupación: alimentar al país con productos rusos de calidad.

La integridad territorial de Rusia no está sujeta a negociación. Ni, especialmente, al chantaje. Seremos duros con cualquiera que viole nuestra soberanía con todas las vías legales de las que disponemos.

Rusia ha sido una potencia durante siglos y sigue siéndolo. Siempre ha tenido y sigue teniendo legítimas áreas de interés fuera, tanto en los países exsoviéticos como más allá. No vamos a bajar la guardia a este respecto ni vamos a permitir que se ignore nuestra opinión.

Un líder fuerte contra Occidente

El mensaje transmitido sin cesar por los medios de propaganda rusos, sobre todo desde la anexión de Crimea y el empeoramiento de las relaciones con Occidente, se resume en que el país necesita de un líder fuerte para no ser una marioneta en manos de Occidente, que, según Putin, sueña con despedazar a la gran Rusia para someter después a cada una sus partes.

Estados Unidos y sus aliados “casi lo consiguieron en los noventa”, reza esta versión de la historia, “cuando brindaron todo su apoyo a los terroristas chechenos, a los que elevaron a los altares de la noble lucha por la libertad y la independencia frente al feroz imperio ruso”.

En la Rusia de Putin, nadie pone en duda que el país adolece de una corrupción endémica, reconocida como tal incluso por el propio líder ruso, pero la creencia común es que este mal alcanzó su cima en la década de los noventa.

Los rusos no confían en las instituciones democráticas y mucho menos en la honestidad de sus dirigentes: la excepción es Vladímir Putin, al que una gran mayoría (la popularidad del presidente supera el 82 por ciento) atribuye la casi divina cualidad de cuidar al rebaño de los lobos.

Él, pese a la nostalgia por la URSS, su influencia y el respeto que infundía, no tiene entre sus objetivos recomponer el imperio perdido, con aseguran algunos analistas.