El fin de semana pasado presenciamos dos usos distintos del Zócalo de la Ciudad de México.
El sábado 8 de marzo, para la marcha alusiva al Día Internacional de la Mujer, que terminó en la Plaza de la Constitución y que, evidentemente, se replicó en distintas ciudades del país y del mundo, al tratarse de una conmemoración internacional; mientras que el domingo 9, para una concentración en apoyo al Gobierno y a la Presidenta, especialmente en lo relativo a la relación bilateral con Estados Unidos. A juzgar por la masividad de la asistencia y las proclamas que se escucharon en la protesta del 8 de marzo en el Zócalo y en el resto del país, pues no llegaron todas… Desde el gobierno anterior, y con legítimas y justificadas razones, las protestas anuales no han mermado en intensidad. La fecha es importante para hacer una reflexión sobre las desigualdades históricas entre hombres y mujeres y la imperiosa necesidad de terminar con las brechas de género.
Ahora bien, como todo movimiento social de protesta, tiene una naturaleza política, y en esa esfera se realizan interacciones y se generan respuestas. Que la protesta del fin de semana frente a Palacio Nacional haya sido tan contundente puede deberse a diversas razones: es probable que, como la actual administración no ha cumplido un año, no se alcancen a percibir “los logros” en esa materia; también pudiera ser que, al entenderse como una continuidad del gobierno anterior, no se aprecien las acciones feministas tendientes a revertir la multiplicidad de violencias y falta de oportunidades que las mujeres experimentan en el país; y otra posible lectura es que las protestas llegaron para quedarse, gobierne quien gobierne.

El “súper peso“
Queda en cada gobernante —mujer u hombre—, en el ámbito de sus competencias, las acciones que tomen o dejen de tomar para preservar los sitios culturales, locales comerciales y patrimonios familiares ante los actos de destrucción que se realizan en las marchas. Probablemente, varios temen que les tilden de antifeministas por disponer las medidas de protección que, por ley, estarían obligados a tomar.
A diferencia de las marchas y de la concentración del sábado —con una enorme y libre participación ciudadana—, el domingo vimos, una vez más, el despliegue de las estructuras propias del régimen. Vinieron al Zócalo las delegaciones de los estados, los gobernadores y los distintos sectores afines al Gobierno a un evento que, dado que se pospuso una vez más la amenaza de la imposición de aranceles, pues como que ya no tenía mucha razón de ser. Fue una forma de hacer política: mostrar el músculo del “partidazo”, como en los tiempos más rancios del régimen de partido hegemónico del siglo pasado.
Convengamos en algo: es una desventura tener como interlocutor a un personaje tan impresentable y voluble como Donald Trump, y ante eso, el Gobierno mexicano ha sacado réditos en su posición de vulnerabilidad. Es indudable el beneficio que le ha dado al régimen esa simpleza narrativa de identificar el incremento a los aranceles como una cuestión de “emergencia nacional”. La narrativa populista en todo su esplendor. Pero algo cambió en el discurso pronunciado el domingo en el Zócalo: poner en el centro de interés la cuestión del fentanilo, cuando hace unos meses atrás el antecesor negaba su existencia. Vaya giro. Y, luego, todo el despliegue… para que lo que quede en la picaresca política sea el sainete por el desaire en los saludos y las incómodas disculpas. Vaya moraleja.
