Rosario Castellanos nació en México el 25 de mayo de 1925, y murió, por causa de un accidente doméstico, el 7 de agosto de 1974, en Tel Aviv.
Fue una escritora prolífica de novela, cuento, poesía y ensayo, fue profesora universitaria en su alma mater, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, también ocupó algunos puestos en dicha universidad como directora general de Información y Prensa; en el Instituto Nacional Indigenista y, por último, en el servicio exterior, como Embajadora de México en Israel. Fue una autora leída por un público extenso y, además, tuvo una columna en el periódico Excelsior. Ganó algunos premios literarios, como el Xavier Villaurrutia, aunque algunas puertas se le cerraron, como las de El Colegio Nacional. Las causas que defendió siempre coincidieron con las de las mexicanas y los mexicanos de mayor sensibilidad política, social y moral. Retrató la pobreza y la explotación de las comunidades indígenas del país, en particular de su estado, Chiapas, y denunció la situación de marginación y opresión de la mayoría de las mujeres mexicanas.
Castellanos reflexionó con enorme altura acerca de su propia condición como mujer en un mundo de hombres. Ella siempre supo que, para tener atención y reconocimiento en el medio intelectual, no menos machista que cualquier otro, debía seguir un camino diferente al de los hombres, que podían avanzar en línea recta. Desde su tesis de maestría en filosofía, publicada en 1950 como “Sobre la cultura femenina”, hasta su famoso discurso de 1971, “La abnegación: una virtud loca”, Castellanos supo mezclar la denuncia más contundente con la ironía más sutil gracias a su aguda inteligencia y a su pluma privilegiada. La comparación con Sor Juana Inés de la Cruz no es, en lo absoluto, disparatada.

¿Y Carlos Manuel Merino?
Después de su muerte, su prestigio ha ido en ascenso, sobre todo en los últimos años, en los que se la ha señalado como una de las feministas más destacadas del siglo anterior. Hace poco se hizo una película, Los adioses, acerca de su compleja relación sentimental con su marido, el filósofo Ricardo Guerra. Por si fuera poco, la universidad pública más apoyada en este Gobierno lleva su nombre. No obstante, Castellanos fue más, mucho más, que una intelectual feminista. Fue una pensadora muy redonda, a la que nada humano le resultaba ajeno, y, además, una escritora completísima, autora de piezas literarias admirables.
En el Antiguo Colegio de San Ildefonso se presenta una exposición de algunos de sus artículos, fotografías y documentos personales. Lo más interesante de la exposición, que es pequeña, son las fotos, en especial, las de su niñez en Chiapas y las de su juventud en la Ciudad de México. Hay relativamente pocas fotos de su madurez. En algunas de ellas aparece Ricardo Guerra con cara de “ya me quiero ir”. De su estancia en Israel no hay fotos, ni documentos. De los homenajes y reconocimientos que se le hicieron después de muerta tampoco hay nada.
Aunque no podemos dejar de agradecer a los responsables de esta exposición por haberse acordado de Castellanos en su centenario, nos queda la impresión de que la exposición quedó chica. Lo triste es que esta muestra es un ejemplo del descuido que ha habido en la recuperación de la memoria de la escritora. No existe, que yo sepa, un fondo documental que resguarde su archivo personal: manuscritos, borradores, cartas. Supongo que después de su muerte casi todo se perdió o, lo que es peor, se dejó perder por quienes pudieron haberlo resguardado. La impresión que nos queda es que la exposición se hizo un poco para salir del paso, que no se hizo un esfuerzo para ofrecer al público algo más sustancioso. Se pudo haber buscado documentos en archivos públicos, se pudo haber pedido a sus amigos que compartieran cartas y fotografías, se pudo haber expuesto una selección de sus cartas a Ricardo Guerra o a su entrañable amigo Raúl Ortiz y Ortiz.
Con Castellanos puede pasar algo paradójico que sucede con algunas personalidades, sobre todo mujeres, que alcanzan fama póstuma. Se convierten, como Frida Kahlo, en una imagen impresa en una postal. Su rostro se ve por todas partes, pero la persona queda sepultada, como en el Panteón de las Personas Ilustres, debajo de un frío monumento.
