Roma no cayó sólo por los bárbaros. Se desplomó antes por dentro, por la ineptitud de sus gobernantes y la corrupción de su burocracia. Cuando los emperadores dejaron vacíos de autoridad, el poder fue ocupado por funcionarios mediocres y generales de lealtades volubles. La ineptocracia se convirtió en política de Estado, y el colapso fue inevitable.
Hoy, vivimos bajo un régimen peculiar: no es una monarquía, tampoco una república en sentido estricto, sino una ineptocracia. El término suena brutal, pero describe con precisión un orden político en el que los menos preparados toman decisiones que afectan a todos; donde la incompetencia deja de ser excepción para convertirse en regla.
La ineptocracia no surge de la nada. Se alimenta de un sistema que premia la lealtad por encima de la capacidad, que confunde la cercanía con la experiencia y que desprecia el conocimiento técnico y la memoria institucional. El resultado es un círculo vicioso: funcionarios que improvisan, políticas públicas que fracasan, y ciudadanos que cargan con los costos.

Góbers felices en el sorteo
En una meritocracia ideal —aunque también discutible en sus excesos— la posición se gana con base en esfuerzo y talento. En la ineptocracia, en cambio, se asciende por obediencia y docilidad. Quien piensa demasiado, estorba; quien cuestiona, se margina. El populismo refuerza esta dinámica: al concentrar el poder en la figura del líder y despreciar el conocimiento técnico, convierte la lealtad en único criterio de ascenso. Bajo el discurso de hablar “como el pueblo”, se justifican la mediocridad y la improvisación, y el aparato del Estado termina gobernado por improvisados cuya autoridad descansa en su obediencia, no en su capacidad. La consecuencia ética es devastadora: la ineptocracia normaliza la mediocridad y castiga la excelencia.
La ineptocracia genera vacíos. Cuando la autoridad formal carece de competencia, ese espacio lo ocupan quienes han permanecido largo tiempo en la maquinaria burocrática, no por mérito sino por simple inercia institucional. Son personas que no cuentan con la preparación necesaria para decidir sino que conocen las rutinas anquilosadas y han aprendido a sortear los cambios. No tienen un conocimiento profesional sino un know how defensivo: la habilidad de sobrevivir a base de inercias, venganzas y favores.
Está, además, el “liderazgo” de los gerentes oportunistas: los directivos de lealtades cuestionables que cambian de principios por principio y se venden al primer devaneo económico o chasquido de poder.
La incompetencia en el poder no sólo malgasta recursos; también profundiza las desigualdades y debilita la confianza en las instituciones. Además, crea ecosistemas corrosivos en donde la mediocridad prospera, la rudeza sustituye a la deliberación y el poder se administra como botín. Cuando la ineptocracia se instala, la política deja de ser un espacio de servicio público y se vuelve un espectáculo de simulación.
Un buen ejemplo fue la gestión de la pandemia, los países que privilegiaron la ciencia y la técnica salvaron millones de vidas; aquellos que confiaron la gestión a leales sin preparación multiplicaron el desastre. La ineptocracia mata: no es metáfora, es estadística.
