Una lección por aprender

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando ChaguacedaLa Razón de México
Por:

La pasada semana, en una boda colectiva, la teniente Chen Ying-xuan unió su destino a la joven Lee Ying-ying. El suceso ocurrió en Taiwán, donde la causa LGBT es apoyada por la presidenta Tsai Ing Wen. Un caso de estudio de progresismo realista y deseable. Digno ejemplo de avance justiciero, prosperidad material y resistencia al despotismo.

Gobernada por un partido socialdemócrata y liberal, Taiwán sostiene una economía capitalista con altísimo bienestar social. Invierte mucho en innovación tecnológica y defensa, ante la amenaza de Beijing. Es el único país sin nuevas olas de Covid-19. Procura una diplomacia inteligente, con aliados que reúnen al caótico Donald Trump, partidos moderados de Europa y Oceanía y pequeñas repúblicas de todo el orbe.

La complejidad del mundo real hace que el nexo entre geopolítica, ideología y política doméstica no correspondan con las visiones simplistas que sobre aquellas se tienen. Que sus agendas corran, a veces, por caminos enrevesados. Pero cierta intelectualidad, políticamente correcta, empobrece todo. Insiste en que progresismo y pacifismo siempre riman. Y que la política debe rendirse a los dogmas. A sus dogmas.

Tal actitud es fruto de la ignorancia o el dolo. Se puede socialmente progresista, políticamente demócrata y tener una política exterior y de seguridad acorde a un mundo cruel. Procurar los aliados y recursos disponibles para la meta estratégica: la búsqueda del mejor modo de garantizar derechos, prosperidad y soberanía —nacional y personal— a nuestros pueblos. Lo demás es wishful thinking. La estupidez, diría Camus, que insiste siempre.

En las Américas —ambas— no acabamos de entender bien eso. En lo ideológico, buena parte de nuestras izquierdas sostienen programas socialdemócratas, con políticas públicas razonables. En lo político, sus propuestas no atentan contra la poliarquía, pues se trata de agendas complementarias: fiscalización de la corrupción de las partidocracias, promoción de grupos marginados, instituciones participativas, etc. Hasta ahí todo bien.

El problema es la dimensión geopolítica. Sean una vieja izquierda o la progresía millennial nacida tras la caída del muro, hay demasiado asco por el “legado imperial” de Occidente. Simultáneamente, el inapelable modelo chino puede parecerles una “alternativa para el Tercer Mundo”. Su problema no es cualquier imperialismo, sino el hegemón liberal que comparte con Latinoamérica una historia compleja, vecindad y valores. Las desgracias de nuestros pueblos son, desde su prisma, obra exclusiva de embajadores gringos, dictadores gorilas y oligarquías criollas. Su propia historia militante es una epopeya victimista e inmune al error.

Ser realistas no implica ser conservadores, ser progresista no supone lo filotiránico. Hay muchas figuras progresistas que no confundieron su causa con el iliberalismo. Que no ataron la búsqueda de equidad y soberanía popular al pacifismo bobo y el neutralismo cobarde. Elizabeth Warren, por ejemplo, es una socialdemócrata que pelea por un Estado de Bienestar inexistente en EU, al tiempo que impulsa iniciativas bipartidistas contra la amenaza rusa. Que repudia a la vez la tiranía de Nicolás Maduro, el neoliberalismo asesino de puestos de trabajo y el cambio climático que amenaza nuestro futuro. Hija de la Guerra Fría y la lucha por los derechos civiles, sabe que el Mal asume muchas formas. Que en la izquierda radical hay parientes caníbales tan implacables como los extremistas de derecha. Y viceversa.

Debemos recuperar el legado de esa otra izquierda que apostó, bajo el duro aprendizaje del siglo XX, a hermanar la justicia social y la libertad política. O estaremos condenados a repetir los horrores de la pasada centuria. Horrores que, en una Latinoamérica aún plagada de capitalismos salvajes, populismos asechantes y revoluciones traicionadas, forman parte del duro presente.