Realismo democrático

DISTOPÍA CRIOLLA

ARMANDO CHAGUACEDA
ARMANDO CHAGUACEDA
Por:
  • Armando Chaguaceda

Las relaciones internacionales han cambiado radicalmente en la última década. El triunfalismo liberal de 1989 se ve hoy sacudido por movimientos tectónicos en la geopolítica global. El expansionismo chino, el revisionismo ruso y el aislacionismo estadounidense coinciden con la desorientación europea, el caos mesoriental y el letargo japonés; dibujando un mundo nuevo. Un multipolarismo conflictivo, donde la hipótesis de paz y democracia como fundamento de la política post Guerra Fría se desvanecen.

Las autocracias tienen claro su juego: sustituyen, en lo interno y lo externo, la deliberación por la decisión. Pero las democracias, sujetas a la opinión y participación públicas, oscilan. Como señala David Runciman1, su capacidad para la corrección a largo plazo se ve opacada por la obstrucción y el ruido cotidianos. En coyunturas de crisis económica y sanitaria, cierta reacción inmediatista captura la agenda de estos gobiernos: privilegian poner “orden en casa”, dejando lo demás para después. Y lo demás puede ser un reto existencial, ante autoritarismos que juegan duro, rápida y creativamente. Las democracias deben responder de forma simultánea, armonizando prioridades y escenarios: lo social con lo geopolítico, lo ambiental con lo económico. La protección doméstica de los más débiles con la resistencia ante los abusadores del mundo.

Necesitamos un nuevo realismo, en las políticas públicas y en la proyección exterior de las democracias. Capaz de disputar, internamente, la hegemonía a los populismos de derecha e izquierda. El primero, conservador, xenófobo y nativista, es torpe para lidiar con la madeja global. El segundo, confundiendo pacifismo con apaciguamiento, combina las críticas a la plutocracia liberal y coqueteos con gobiernos y oligarquías autoritarios. Nuestras repúblicas deben ser, a la vez, justas y libres, prósperas y armadas. Ni la sensibilidad social es exclusiva de los fans de Noam Chomsky, ni la preocupación defensiva patrimonio de los admiradores de Henry Kissinger.

Recordemos a Henry Martin Jackson. Hijo de inmigrantes noruegos, enfrentó los totalitarismos nazi y soviético, mientras apoyaba el bienestar social, la protección ambiental, los derechos civiles y los sindicatos. Jackson impulsó la fortaleza militar de EU y denunció la persecución macarthista. Promovió las Leyes de Derechos Civiles y la Ley Nacional de Política Ambiental con igual denuedo que la enmienda Jackson-Vanik, que sancionaba a aquellos países violadores de la libertad de emigración.

Evoquemos a Golda Meir. Emigrada del Imperio ruso —donde sufrió, de pequeña, los pogromos antisemitas— fue la primera ministra de Israel, cuando casi ningún país del mundo estaba gobernado por mujeres. Activista social, cooperativista del kibutz y dirigente laborista, Meir impulsó decisivamente las políticas sociales, así como las relaciones con los países recién descolonizados de África y Asia. Pero también enfrentó —como estadista— la agresividad de los autócratas árabes, negados a cualquier convivencia con el joven Estado hebreo.

Recordemos a los demócratas que han defendido, simultáneamente, la justicia y la libertad. Ahora que la política exterior de buena parte de las democracias parece oscilar entre el rupturismo bronco de los diversos populismos y la mustia retórica de cierto idealismo liberal, legados como los de Henry M. Jackson y Golda Meir son más útiles que nunca.