La tragedia venezolana

DISTOPÍA CRIOLLA

ARMANDO CHAGUACEDA
ARMANDO CHAGUACEDA
Por:
  • Armando Chaguaceda

En cuatro casos icónicos de transición a la democracia —Chile, Nicaragua, Polonia y Sudáfrica— se combinaron mecanismos endógenos y factores exógenos. Entenderlos arroja luz sobre la tragedia venezolana. Y sobre la dificultad y responsabilidades que atraviesan su resolución.

En aquellos países la lucha interna —organización, movilización y resistencias varias— se articuló con apoyos externos —sanciones diversas, exilios solidarios— y con la coyuntura geopolítica. Nada fue estático: la influencia de los distintos elementos varió en el tiempo. Lo interno fue condición básica —no hay democratización teledirigida— pero no suficiente. Las presiones externas —sanciones en Polonia, Chile y Sudáfrica, desgaste militar en Sudáfrica y Nicaragua, deterioro en todos los casos— fisuraron a los regímenes y abrieron las negociaciones.

La movilización ante una coyuntura electoral —ámbito poco predecible para dictaduras clásicas— favoreció a los demócratas. Los exilios jugaron el rol que tocaba: apoyos no sustitutivos de la lucha interna. Los realineamientos globales —Gorbachov en la URSS, Reagan en EU— cambiaron dinámicas previas de la Guerra Fría, presionando a Santiago, Managua, Varsovia y Pretoria para abrir el juego. Aislando a los partidarios de la violencia, represiva o insurgente.

Hoy en Venezuela chocan múltiples actores foráneos —Cuba, EU, China, Rusia, Unión Europea, Irán— por sus intereses en el país, la legitimidad de Maduro y Guaidó, el alcance de las sanciones y las formas de resolver el conflicto. No hay una Perestroika en las relaciones internacionales. Tampoco una bipolaridad como la nacida en 1945. Vivimos un tenso realineamiento global.

Si aquellos gobiernos —sin dejar de ser autoritarios— se liberalizaban paulatinamente, el madurismo se autocratiza. La naturaleza de la oposición venezolana es mayormente pacífica: le define una cultura política forjada en cuatro décadas de república liberal y en 15 años de régimen híbrido. Ha sido leal al juego competitivo que hace tiempo abandonó su contrincante. Sus intentos fallidos de alzamiento son una reacción desesperada a la violencia estructural oficial.

Con una oposición que resiste debilitada, un régimen cruel que se atrinchera y una complicación geopolítica la solución no es fácil. Venezuela no será Siria —falta poder de fuego en el bando opositor y no hay una guerra civil—, pero el Estado ha impuesto la necropolítica a la población. En ese escenario, los criterios políticamente correctos de parte de la academia, el activismo y la política regionales son nobles deseos sobre un trasfondo salvaje. Mandela decía que “el tipo de lucha lo define el opresor”: cuando éste desconoce las reglas democráticas, el dominado tiene derecho a resistirlo por cualquier medio. Otra cosa es que no tenga con qué.

Que la oposición venezolana haga el juego que sabe y puede —luchar por la apertura electoral— con sus recursos y valores democráticos, es entendible. Deberá, si quiere sobrevivir, desarrollar una resistencia civil activa como la que sostuvieron chilenos, nicaragüenses, polacos y sudafricanos. Con un costo terrible, pero necesario para forzar, a la postre, la transición.

Se necesitará movilización, sanciones, negociaciones y proyección de fuerza para destrancar el juego en Venezuela. Toda consideración sobre la viabilidad de las estrategias corresponderá ante todo a los sufridos venezolanos. Pero la solución depende también de una comunidad internacional que ha reaccionado tarde y mal a la destrucción salvaje de aquella nación.