Visiones del poder

DISTOPÍA CRIOLLA

Armando Chaguaceda
Armando ChaguacedaLa Razón de México
Por:

Para Ángel, lucidez libertaria

El poder es una realidad que atraviesa todos los espacios de la actividad humana. Expresa la capacidad de algunos actores para disponer de bienes — materiales y simbólicos— e inducir comportamientos en otros sujetos. La lucha por el poder se traslada a los terrenos de la política, al concretar agendas y estrategias dentro de entornos institucionales. Determinados por una realidad social e histórica. Siempre diversa, siempre cambiante.

Sólo en democracia el poder asume expresiones políticas más o menos civilizadas. Y es bajo esa política democrática donde percibo hoy tres formas diferenciadas de concebir nuestra actitud ante el poder. Formas que ligan cultura política, trayectorias personales y militancias sociales. Dentro de peculiares visiones de lo humano, en sus distintos niveles. En nuestro país y más allá.

Una forma, que llamaremos pragmática, ve la política como medio para conseguir ciertos fines. Fines a veces reducibles a la simple acumulación de bienes o poder personal. Pero también, junto con el desarrollo de una carrera privada, el pragmatismo puede orientarnos a una buena gestión compatible con el Bien Común. Caudillos y tecnócratas conviven dentro de la pragmática política. Donde la conquista y ejercicio del poder son el rasero para evaluar, en provecho propio o ajeno, la eficacia de la política.

Otro modo es concebir una política teológica, orientada al logro de objetivos trascendentes como la Justicia y Felicidad. Valores nobles, pero necesariamente sujetos a las diversas experiencias e interpretaciones de quienes conformamos sociedades multiclasistas y multiculturales. Lo teológico no halla fundamento en aquellos procesos, normas y eventos políticos mundanos, como pueden ser las elecciones. Se inscribe en la Historia. Al pesarle los agravios y mitos del pasado, la acción teológico-política quiere realizar terrenalmente un futuro utópico. Concibe la disputa en términos de reinos enfrentados: el Bien contra el Mal.

Una tercera modalidad es la postura cívica, asumida como agencia de la gente común. Cree que la política no es ante todo recurso o religión, sino derecho, deber y oportunidad. Derecho, deber y oportunidad que permiten el involucramiento activo y plural de la ciudadanía en acciones expresivas, deliberativas, organizativas, movilizativas y electivas. Para acotar y acompañar el ejercicio de los gobernantes. Para proteger la libertad personal, el patrimonio familiar y la vida colectiva. Para vivir, cada día, un poquito mejor. Y, mirando al mañana, de un modo sostenible.

Podemos identificar, dentro de nosotros y donde incidimos, estas formas de concebir la política. Incluso, comprender que dichas modalidades, más que expresarse de manera pura, se hibridan. Expandiendo sus promesas. Cuando se unen el pragmatismo de los gobernantes y la teología militante, se pavimenta la ruta totalitaria. Cuando la fe acompaña —sin subordinar— al civismo, pueden impulsarse entusiastamente proyectos, desde la participación ciudadana. Si el pragmatismo gerencial hace amoríos con la cultura cívica, la buena gobernanza se asoma en el horizonte. No hay soluciones mágicas. Hay lucha abierta.

Raymond Aron explicó hace tiempo que “todos los sistemas sociales son imperfectos y la política no consiste en la lucha entre el bien y el mal, sino en la elección entre lo preferible y lo detestable”. Albert Camus nos alertó de que “uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”. Pragmatismo con principios y civismo con racionalidad podrían ser —junto a dosis muy moderadas de fe humanista— guías virtuosas para nuestra acción política.