La Furia

VOCES DE LEVANTE Y OCCIDENTE

GABRIEL MORALES SOD
GABRIEL MORALES SOD
Por:
  • Gabriel Morales Sod

La furia, como un fuego que nace de un pequeño cerillo lanzado sobre un campo de trigo, se extiende en sólo minutos hasta recorrer los cuerpos de las masas, que no encuentran ya manera de gritar y decir basta ya. Cansados de vociferar, hacer peticiones, ignorar los insultos, resignarse o enfurecerse en silencio, las masas, cansadas por años de discriminación, austeridad, injusticia e inacción, toman entonces las calles como último recurso; marchar y gritar les regresa así un pedazo de lo que les fue robado, una parte del espacio público que debería ser de todos, pero es sólo de unos cuantos.

Por unos instantes, entre amigos y aliados, los manifestantes se sienten en comunidad, una comunidad que, por lo menos antes del enfrentamiento casi inevitable con la policía, les da una sensación de seguridad. Ahí, en la masa amiga, no existe el temor a que una compra con un billete falso termine en un asesinato por asfixia, a que una bala perdida después de una búsqueda con una orden de cateo con la dirección incorrecta acabe con la muerte de una mujer inocente.

La masa, unitaria en su enojo, se descompone entonces en partes distintas; por un lado están aquellos, generalmente de raza blanca, con privilegios, trabajos y reputaciones que perder, para quienes el grito y la usurpación momentánea de las calles, como un omeprazol antes de dormir, es suficiente para apagar el fuego, aunque sea por una noche. Por el otro, están aquellos, de colores oscuros, cuya existencia se encuentra siempre en amenaza; aquellos que temen ir al súper, pasar un semáforo en rojo por error, salir a correr en el frío con un gorro en la cabeza; aquellos a quienes la crisis económica tocó primero; aquellos a quienes nadie les renta propiedades en las partes blancas de la ciudad; aquellos que han visto ya durante décadas a sus padres, hermanos, amigos y vecinos ir uno a uno a la cárcel —muchas veces por crímenes tan insignificantes como la posesión de un cigarro de mariguana— y caer en la drogadicción a manos de compañías multimillonarias que se aprovechan de la desesperación de las personas para recetar opioides.

Para ellos, el grito no es suficiente para apagar las llamas; es más, ya no buscan apagar las llamas, porque el fuego de tantos años destruyó todo lo que habrían podido perder. Empiezan así los robos, los grafitis, no como estrategia de cambio, sino como una reacción expresiva ante la negativa de la mayoría de ver lo que para ellos es evidente, pues sin importar la inmensa evidencia sociológica que señala los cientos de mecanismos a través de los que el sistema de discriminación funciona, nadie les termina de creer.

Las protestas no son sólo una reacción ante el asesinato de George Floyd y cientos más a manos de la policía, sino el resultado de la efervescencia de los tiempos, de una combinación catastrófica entre la crisis de salud más importante del último siglo, la recesión económica más incisiva desde 1929 y el racismo sistémico, a quien ni siquiera la más estricta cuarentena le pudo poner moratoria.