Guillermo Hurtado

El arte de llegar tarde

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Cualquiera puede llegar tarde a un compromiso alguna vez. Lo que resulta admirable es que haya personas que lo hagan en todos y cada uno de sus compromisos. Esas personas dominan el arte de la impuntualidad.

Aclaro que mi conocimiento sobre ese talento no es de primera mano; quienes me conocen saben que yo soy un hombre muy formal. Lo que he aprendido sobre el arte de la demora consuetudinaria es resultado de observaciones que he realizado a lo largo de mi vida. En estos años he formulado tres hipótesis sobre el tema que les comparto.

Para asegurarse de que siempre llegará tarde, el artista de la impuntualidad debe tener una intuición del tiempo que le permita ajustar sus actividades para no llegar a la hora requerida. Por ejemplo, si se despierta a la hora correcta, deberá tardarse más en vestirse; si acaba de vestirse a buena hora, deberá tardarse más en llegar a la parada del autobús

La primera de ellas es muy simple: para llegar tarde basta con negarse a usar un reloj. Sin embargo, la ignorancia de la hora exacta no siempre funciona. Hay personas que no usan reloj y, sin embargo, jamás llegan tarde porque poseen una especie de cronómetro interno que les dice cuándo deben levantarse de la cama, cuándo deben tomar el autobús, cuándo deben llegar a su lugar de reunión y así, por una suerte de armonía preestablecida, se las arreglan para llegar siempre a tiempo a sus citas.

Fue así que formulé una segunda hipótesis: no basta con no tener un reloj para llegar tarde, sino que hay que carecer de un sentido interno del tiempo. Quienes viven de esta manera acaso sepan que es de mañana o de tarde, pero no saben más que eso. He observado que algunas de estas personas se mueven con un ritmo más lento, que caminan más despacio, que se tardan más en comer o en bañarse o en vestirse. Se lo toman todo con calma y, por eso, quizá son más felices que el resto de los mortales.

El 67.1 por ciento de los mexicanos somos impuntuales, reveló una encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica.
El 67.1 por ciento de los mexicanos somos impuntuales, reveló una encuesta del Gabinete de Comunicación Estratégica.Foto: Freepik

No obstante, quienes dominan el arte de llegar tarde no pueden confiarse con carecer de un sentido interno del tiempo, por una sencilla razón: puede ser que, por mera casualidad, lleguen a la hora correcta. Eso jamás puede sucederle al verdadero artista del retraso; lo que muestra que debemos tomar en cuenta otras variables para comprender ese asombroso talento.

Lo anterior me llevó a formular una tercera hipótesis: para asegurarse de que siempre llegará tarde, el artista de la impuntualidad debe tener una intuición del tiempo que le permita ajustar sus actividades para no llegar a la hora requerida. Por ejemplo, si se despierta a la hora correcta, deberá tardarse más en vestirse; si acaba de vestirse a buena hora, deberá tardarse más en llegar a la parada del autobús; y, si por algún imprevisto, el autobús lo deja a en el momento adecuado en la bajada, deberá caminar más despacio de lo normal para no llegar con tiempo al lugar en donde lo esperan a una hora precisa. Es en estos ajustes, a veces sutilísimos, en donde descubrimos a los verdaderos talentos del arte de llegar tarde.

Yo asistía a una clase en la universidad en la que uno de mis compañeros siempre llegaba diez minutos tarde: interrumpía al maestro, entraba con parsimonia al salón y se sentaba en su pupitre como si nada, con la discreta seguridad del que sabe que domina un arte difícil. Pues bien, una tarde en la que yo miraba desde la ventana del salón hacia el pasillo, lo vi llegar cinco minutos antes de que comenzara la clase

Nunca olvidaré una de las manifestaciones más admirables de ese arte que presencié hace unos años. Yo asistía a una clase en la universidad en la que uno de mis compañeros siempre llegaba diez minutos tarde: interrumpía al maestro, entraba con parsimonia al salón y se sentaba en su pupitre como si nada, con la discreta seguridad del que sabe que domina un arte difícil. Pues bien, una tarde en la que yo miraba desde la ventana del salón hacia el pasillo, lo vi llegar cinco minutos antes de que comenzara la clase. ¡No lo podía creer! Una vida entera dedicada a perfeccionar el arte de la impuntualidad estaba a punto de irse al traste. Lo que observé entonces me dejó anonadado. El colega se detuvo súbitamente. Sin mirar el reloj —no creo que haga falta aclarar que jamás usaba uno— se quedó inmóvil: presintió en lo más íntimo de su ser, que estaba por llegar a tiempo. Entonces se quedó paralizado, como si se hubiera convertido en una estatua. Después de unos larguísimos segundos, el muchacho dio la vuelta, moviéndose muy despacio, y se alejó del salón como si lo jalara una fuerza misteriosa. Llegó el maestro, comenzó la clase y diez minutos después, el joven entró al salón, como siempre, cumpliendo con maravillosa exactitud su tradicional retraso.

La conclusión puede resultar paradójica, pero a mí me parece escrupulosa: para dominar el arte del retraso hay que ser muy puntual.