Guillermo Hurtado

No más cinturonazos

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
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La semana anterior, el Senado aprobó una propuesta de ley que prohíbe el castigo corporal a los niños. La noticia me levantó el ánimo. Quien diga que no existe el progreso moral tendrá que pensárselo dos veces. Un mundo en el que se prohíbe golpear a los niños es mejor que un mundo en el que se permite golpearlos.

Todavía en el siglo anterior, el castigo corporal era considerado un método legítimo, incluso indispensable, para la educación infantil. Recuerdo la terrible frase “a mí me duele más que a ti” que anunciaba la llegada de los porrazos. Padres, hermanos mayores, maestros, tutores e incluso cualquier adulto que pasara por ahí, tenían el derecho de reprender a un niño con pellizcos, manotazos, coscorrones, cachetadas, varazos y cinturonazos. Estos últimos –¡cómo olvidarlos!– eran muy temidos. Todavía a mí me tocó recibirlos un par de veces. La diferencia fundamental consistía, además de la fuerza y el número, en si se daban con o sin la hebilla. Pero estos detalles quedaban obliterados por el dogma de que todo era por el bien del niño.

Uno de los libros más intensos, más llenos de verdad, de Ricardo Garibay es Fiera infancia y otros años (México, Ediciones Océano, 1982). En ese libro enternecedor y desgarrador cuenta el autor una de las tantas golpizas que le propinó su padre cuando él era niño.

Un día suena el timbre de la casa, el niño Ricardo abre la puerta y encuentra un hombre que le pregunta si está su papá. El niño, inocente, responde que sí y va a buscar al padre. “¡Qué le dijo, qué le dijo, imbécil!”,ra n pregunta éste. “Dije que sí, que sí estás”. El padre va hacia la puerta, Ricardo niño se acurruca junto a un muro. El padre regresa hecho una furia. “¡Venía a cobrarme ese ca..! ¿Entiende? ¡Y no tengo el dinero porque es para que usté trague! ¡Qué tiene que decir que aquí estoy! ¡Qué tiene que meterse!”.

La descripción de lo que sucedió después es escalofriante. Dice así Ricardo Garibay: “Hay un torbellino de no sé qué cosas a mi alrededor. Está quitándose el ancho cinturón negro, de pesada hebilla. Vuelta al aire. ¿De dónde me está agarrando levantando, haciéndome volar? ¿Cómo no me azotó contra el suelo? ¿Qué me mantiene en el aire podrido donde el cinturón se me estrella una y otra vez una y otra vez y otra vez?, malditas veces eternas, se me incrusta la hebilla en las nalgas, en el coxis, en la cintura, en las piernas, quemaduras, quemaduras y me estoy cag…, me estoy miando, mis alaridos son estridentísimos (…) y ahí me quedo, a media altura, sin gravedad, flotando brasas vivas, a un metro del cemento…”.

El testimonio de Ricardo Garibay nos ayuda a entender la importancia de la ley que se ha aprobado en el Senado.