Guillermo Hurtado

Muerte y resurrección

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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La creencia en la resurrección es antiquísima. En Egipto esta doctrina estuvo ligada al culto de Osiris. De acuerdo con el mito, Osiris fue asesinado y luego desmembrado por su hermano. Sus hermanas lo encontraron, pegaron sus pedazos y le devolvieron la vida para toda la eternidad. Para los egipcios, la preservación del cuerpo de los fallecidos era muy importante para su tránsito al otro mundo. La muerte era concebida como una separación de los elementos que integraban a una persona: su cuerpo, su alma, y su espíritu. Para resucitar, era preciso volver a juntar esas partes sueltas.

En el siglo XVI A.C., se perfeccionó la tecnología de la momificación. Todos hemos visto fotografías de los sarcófagos en los que se enterraban a los faraones egipcios. Dentro de estas cajas funerarias está la momia envuelta en una tela que servía para la preservación del cuerpo. Cuando se le quita los vendajes aparece el cuerpo del difunto que, a pesar de haber permanecido así por miles de años, preserva íntegros su piel, su pelo e incluso sus rasgos faciales.  

Todo lo que nos sucede lo vivimos con el mismo cuerpo. Ese cuerpo cambia con el paso de los años y las vicisitudes, pero nunca deja de ser el nuestro, nuestro y de nadie más, ni siquiera después de la muerte.   La promesa ancestral de la resurrección es la extraordinaria promesa de que recobraremos nuestro cuerpo, nuestro único cuerpo, y que viviremos unidos a él para siempre

 En los sarcófagos de los reinos antiguos de Egipto el rostro tallado era genérico. Por eso todos parecen iguales. En el periodo romano, alrededor del siglo III D.C., los entierros en Egipto cambiaron radicalmente. Ya no se momificaban los cuerpos como antes, ahora se les guardaba en féretros modestos que tenían, en la parte superior, un retrato del fallecido. Estos retratos mortuorios son muy impactantes, ya que son muy realistas. Los muertos casi siempre aparecen con rostros jóvenes, hermosos, como si esa fuera la edad en la que quisieran resucitar.

 Revivir y resucitar no son lo mismo. Cristo revivió a su amigo Lázaro, pero algo muy distinto sucedió cuando él resucitó después de su crucifixión. Siempre me ha intrigado por qué los discípulos que lo veían después de su resurrección no lo reconocían en un principio. Las personas cambian mucho cuando envejecen o padecen una enfermedad. A Ulises no lo reconoció nadie en Ítaca, más que su perro: estaba muy cambiado. Ni siquiera su esposa Penélope, que lo había esperado pacientemente durante muchos años, fue capaz de hacerlo. Sin embargo, ése no fue el caso de Cristo, su cambio fue de otro tipo. Por eso advierte a María Magdalena que no lo toque, porque su cuerpo aún estaba en el camino al cielo. Cuando Cristo le permite a Tomás que vea sus heridas, yo diría que se trata de una concesión especial.  

El lienzo Resurrección de Lázaro, de Luca Giordano.
El lienzo Resurrección de Lázaro, de Luca Giordano.

 La resurrección que esperan los cristianos es la reunión del alma con el cuerpo, de nuestra misma alma y nuestro mismo cuerpo, aunque este último tendrá características muy distintas. Lo que se cree es que nuestro cuerpo será imperecedero, carecerá de debilidades, estará glorificado. Aunque la teología se ha ocupado del tema de la resurrección, hay poco que se pueda decir que no sea especulación. Se trata de uno más de los misterios de la fe.

 La promesa del cristianismo no es que vamos a revivir, como Lázaro, sino que vamos a resucitar, como Cristo, de una manera que va más allá de nuestra comprensión. No tiene sentido que pensemos, como los egipcios que pintaban rostros en sus ataúdes, que volveremos a tener el cuerpo de un joven saludable, en caso de que muramos con el cuerpo de un anciano decrépito. Nuestro cuerpo será el mismo que ahora tenemos, pero ya no tendrá las mismas características: será mejor, mucho mejor, incluso del que tuvimos cuando fuimos jóvenes y fuertes y hermosos, será un cuerpo sin dolencias, sin defectos. Por lo mismo, podemos imaginar que incluso nosotros mismos tendremos dificultades para aceptarlo como propio. Así como los discípulos de Cristo no reconocieron a primera vista a su maestro resucitado, puede suponerse que nosotros tampoco seremos capaces de reconocer nuestro cuerpo glorioso como nuestro cuerpo cuando nos descubramos con él.  

En los sarcófagos de los reinos antiguos de Egipto el rostro tallado era genérico. Por eso todos parecen iguales. En el periodo romano, alrededor del siglo III D.C., los entierros en Egipto cambiaron radicalmente. Ya no se momificaban los cuerpos como antes, ahora se les guardaba en féretros modestos que tenían, en la parte superior, un retrato del fallecido. Estos retratos mortuorios son muy impactantes, ya que son muy realistas

 Todo lo que nos sucede lo vivimos con el mismo cuerpo. Ese cuerpo cambia con el paso de los años y las vicisitudes, pero nunca deja de ser el nuestro, nuestro y de nadie más, ni siquiera después de la muerte.  La promesa ancestral de la resurrección es la extraordinaria promesa de que recobraremos nuestro cuerpo, nuestro único cuerpo, y que viviremos unidos a él para siempre.