Guillermo Hurtado

Pordioseros, avaros y farsantes

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
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En su novela Eugénie Grandet, Honoré de Balzac se ocupó magistralmente del tema de la avaricia. Félix Grandet es un rico empresario que obliga a su familia a vivir con estrecheces para que la gente no sepa el tamaño de su fortuna. Cuando su hija Eugénie regala sus ahorros a su primo Charles, Monsieur Grandet monta en cólera y la encierra con un régimen de pan y agua. Su pasión por el dinero lo ciega al grado de castigar a su retoño, el más grande de sus tesoros.

Hace mucho, un amigo me dio el consejo de vivir siempre por debajo de mis posibilidades. Si ganas 100 pesos, me dijo, vive como si ganaras 30, lo demás guárdalo bajo llave. De esa manera, afirmaba, nadie te pedirá prestado y podrás ahorrar sin parecer tacaño. Mi amigo se quejaba permanentemente de que no le alcanzaba para pagar sus cuentas. Manejaba un coche viejo, vestía ropa con parches, pedía prestado un poquito por aquí y un poquito por allá, para que no quedara duda de que le faltaba dinero. Nadie se explicaba cómo podía ser tan menesteroso, a pesar de ser dueño de casas y empresas, pero él siempre salía con alguna explicación peregrina. 

El viejo Grandet también tenía sus trucos recalcitrantes, fingía ser tartamudo y estar casi sordo no sólo para que la gente le tuviera lástima, sino para que se pusieran en su lugar y ellos mismos le concedieran lo que él pretendía obtener.

La historia de mi amigo se queda corta vis à vis una que me contó mi madre. Había una pordiosera que vivía en una casucha de cartón por el barrio de La Merced. La mujer murió de anciana, sin familiares ni amigos. Cuando rompieron la puerta para sacar su cuerpo putrefacto, descubrieron que debajo del rústico camastro había millones de pesos en billetes y monedas, tesoro que había acumulado a lo largo de su vida. La enorme fortuna se la repartieron entre quienes lo descubrieron. Es una obviedad, pero no está de más repetirlo: nadie se lleva al cielo (o al infierno) su riqueza. Y ya que estamos por el rumbo de los refranes, saco otro: nadie sabe para quién trabaja. La pordiosera hizo millonarios a unos desconocidos.

Todo esto viene a cuento porque en el futuro inmediato ya no será posible fingir pobreza y esconder fortuna de la misma manera que Grandet, mi amigo o la pordiosera. En un mundo sin circulante, es decir, sin billetes y monedas, todos tendremos que guardar nuestro capital en los bancos y, por lo mismo, declarar al fisco, cuánto dinero tenemos. Nadie podrá pagar nada sin tener una cuenta bancaria o una tarjeta de crédito. Todo el capital existente estará a la vista de las autoridades, los gerentes bancarios y los fisgones, que nunca faltan. Aunque esto tiene ventajas —le hace las cosas más difíciles al crimen organizado— también tiene sus desventajas. Me parece que esta medida equivale a una privatización del uso del dinero, porque para recibir, guardar y gastar nuestro capital tendremos que depender de una institución bancaria y pagar comisiones.

Diríase que la única manera de esconder el capital será la misma que ha tenido la humanidad desde los tiempos más remotos: las monedas y los lingotes de oro y plata. Todavía hay enterradas en casas y patios de México ollas repletas de áureas monedas porque sus dueños murieron sin revelar a nadie dónde escondían sus tesoros. Sin embargo, incluso ese método ancestral corre peligro. No se olvide que, en los Estados Unidos, supuesta Roma del capitalismo, el gobierno de Roosevelt decomisó todo el oro que estaba en manos privadas.

Esta línea de razonamiento nos lleva a preguntarnos sobre cuál es la ventaja de guardar dinero. Hay especialistas en finanzas que nos dicen que la mejor opción no es ahorrar sino gastar todo lo que se tiene y, es más, pedir prestado todo lo que se pueda. La diferencia entre pobres y ricos, nos dicen, es que a los primeros no les queda otra que deber poco mientras que los segundos tienen carta blanca para deber mucho. En todo caso, cualquiera de estas opciones nos hace depender de los banqueros, usureros y agiotistas. Si usted cree que es el único dueño de su dinero, se equivoca.