Tres grados de deshumanización de los ancianos

TEATRO DE SOMBRAS

GUILLERMO HURTADO
GUILLERMO HURTADO
Por:
  • Guillermo Hurtado

En un artículo anterior (“Por una filosofía política de la vejez”, La Razón, 6 de junio 2020) señalé la importancia de entender el problema filosófico sobre la vejez como un problema político. Aquí quisiera desarrollar lo que me parece es el núcleo filosófico de esa cuestión. Me refiero al alarmante proceso de deshumanización al que están sometidos los viejos en la sociedad actual. Nos enfrentamos a una progresión negativa que comienza con la discriminación, avanza hacia la segregación y culmina con la eliminación de los ancianos.

Los procesos de discriminación, segregación y eliminación de grupos marginados muchas veces empiezan con lo que se plantea como una inocente observación cuantitativa: hay demasiados de ellos. Es así que, en varios momentos de la historia, se ha dicho que hay muchos gitanos, negros, musulmanes, cristianos, homosexuales, retrasados mentales, etc. A partir de esta observación sesgada sobre una colectividad, se procede a quitarles derechos, después se les separa del resto de la sociedad y, por último, se les elimina de diversas maneras.

Hasta hace poco, los ancianos eran relativamente pocos. Con el cambio de la pirámide poblacional, ahora se afirma —cada vez con menos sutilezas— que hay demasiados de ellos. Ante esta queja se esboza una estrategia perversa —que hasta ahora ha permanecido soterrada— que se plantea por medio de tres grados de deshumanización de los viejos: tratarlos como minusválidos, como indeseables y, por último, como lastres. Consideremos algunos ejemplos.

Se dice que los viejos son conservadores y, por lo mismo, inclinan las votaciones sin considerar los intereses de los más jóvenes. La solución es que se les restrinja el voto o incluso que se les quite (como sucede con los niños, que no tienen ese derecho porque se supone que no tienen las condiciones para ejercerlo de manera responsable).

Se dice que unos pocos viejos acumulan demasiado capital que no se puede usar para beneficio de la sociedad. La solución es que se les arrebate el control de sus bienes para que los más jóvenes hagan mejor uso de ellos (aquí también hay una analogía con los niños, que no pueden tomar decisiones acerca de sus bienes).

Se dice que la mayoría de los viejos ya no producen riqueza. Son una carga financiera para el resto de la sociedad. La solución es que se les corten sus pensiones hasta que lleguen al nivel mínimo de sobrevivencia. Lo mismo sucede con los servicios médicos. La solución es que los más jóvenes tengan preferencia sobre los ancianos cuando haya recursos limitados. Por ejemplo, si sólo hubiera una cama de hospital, se le debería dar a un adolescente en vez de a un nonagenario.

Se dice que los viejos no sólo son una carga para el Estado sino para las familias. No es justo, se afirma, que los hijos o los nietos tengan que ocuparse de los padres o los abuelos durante décadas. El tiempo y el esfuerzo que consume el cuidado de los viejos debería distribuirse de manera equitativa en la sociedad. Una solución es que se les recluya en asilos públicos o privados (he aquí el primer argumento a favor de la segregación).

Se dice que los viejos son tontos, atrasados, obstinados, lentos. Son molestos. Son una carga emocional, una carga de tiempo, una carga de dinero, una carga de atención. Nadie quiere acarrear ese bulto. No lo merecemos. Por eso mismo, se diría, hay que enviar lejos a los ancianos, para que nosotros, los más jóvenes, los adultos con plenas facultades, podamos realizarnos, vivir a nuestras anchas, ser felices (he aquí otra versión del argumento a favor de la segregación).

Por último. Se dice que vivir de más es un mal. Los viejos deberían suicidarse o, por lo menos, dejarse morir. La sociedad debería promover la eutanasia como solución. El razonamiento es el siguiente: el viejo terco que decide seguir viviendo es un egoísta, porque consume recursos que podrían utilizar otros integrantes de la sociedad. Los viejos deberían ser solidarios con los demás y acabar con su vida, sobre todo, cuando han perdido su capacidad de seguir produciendo, creando o contribuyendo. Es así que llegamos al último nivel de proceso de deshumanización, el que trata a los ancianos como un lastre del que se debe desprender el resto de la sociedad.