Horacio Vives Segl

El irresistible encanto de El juego del calamar

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Horacio Vives Segl 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Hace apenas un par de años, Bong Joon-ho sorprendió al mundo con Parásitos, esa obra maestra del cine internacional. Ahora, hace unas semanas, Netflix subió la primera temporada de El juego del calamar, dirigida por Hwang Dong-hyuk, la cual, se nos reporta, a pocos días de su estreno se convirtió en la serie más vista y exitosa de todos los tiempos de la plataforma a nivel mundial. Todo un fenómeno global difícil de superar.

Y si —como todo parece indicar— la nueva serie a estrenarse en unos días, Rumbo al infierno, cumple con las expectativas de éxito que le acompañan, el panorama está claro: los realizadores y guionistas de Corea del Sur han encontrado una fórmula para hacer series y películas, ante las que el mundo cae rendido.

Detengámonos específicamente en El juego del calamar, sin caer en el pecado capital de obsequiar spoilers a quienes no la hayan visto aún. En un mundo plagado de violencia y de documentales, series y películas que se encargan de recrearla, reproducirla y tal vez hasta incentivarla, la receta de la serie de Hwang tiene, a mi juicio, tres elementos que la hacen extraordinaria: (1) se trata de una muy inteligente y mordaz crítica social; (2) el guion es sencillamente estupendo, poderoso y cautivador, y (3) el elenco actoral —hasta ahora desconocido por todo aquel que no esté familiarizado con el mundo del arte y el entretenimientos sudcoreano— es tremendamente sólido y los muy bien delineados personajes están magistralmente interpretados.

El guion refleja acertadamente muchas de las pasiones, pulsiones y mezquindades de la naturaleza humana: inmisericordia, odio, envidia, avaricia, egoísmo, crueldad, venganza y traición, entre un largo etcétera. Pero no todo son miserias: también se ven reflejadas cierta solidaridad, compañerismo, cuidado hacia las personas mayores. No es, en definitiva, y se agradece, una cursi historia de amor. De hecho, no hay romanticismo alguno involucrado.

Partir de la inocencia, convivencia y camaradería que representan sencillos juegos de la infancia, tan esenciales para establecer vínculos comunitarios —los cuales, además, no requieren de mayor costo, y en ellos prácticamente puede participar cualquiera—, para convertirlos en un peligroso, letal y retorcido entretenimiento atrozmente violento, es sencillamente brillante y espectacular. A pesar de lo expuestos y acostumbrados que estamos de por sí a la violencia visual, la verdad es que lo que se ve en la serie sería de plano insoportable si no fuera exhibido en un diseño de arte que es todo calidez y candidez: esos laberintos que parecen construidos con legos, de colores y tonos pasteles, así como los lugares en los que se realizan los primeros juegos, contrastan con la brutalidad de las competencias. Y como los cánones de los buenos libretos en series de suspenso señalan, las vueltas de tuerca en el guion están muy bien logradas. La crítica social es brutal, mordaz. Entra muy bien en una época en la que tanto se satanizan la generación y acumulación de riqueza, en parte porque ciertamente las sociedades son cada vez más pobres, desiguales y sin mecanismos suficientes de movilidad social ascendente, además de la polarización social y la pervivencia de ciertos discursos de odio peligrosos, así como el racismo, el clasismo y otros privilegios esencialmente injustos.