Josefina Vázquez Mota

Mi santo obispo, mi obispo santo

SIN MIEDO

Josefina Vázquez Mota
Josefina Vázquez Mota
Por:

Las franciscanas con las que pasaba el verano en Unión Hidalgo, Oaxaca, me pidieron estar lista para ir a Tehuantepec a una celebración muy especial: los 25 años de sacerdocio del obispo Lona.

Faltaba tiempo para cumplir mi mayoría de edad. En el camino me advirtieron que conocería a un obispo diferente a todos, no usaba las ropas tradicionales, era común verlo con camisetas blancas agujeradas de tanto lavarlas, o incluso descalzo, porque había regalado sus huaraches a alguien sin sandalias.

Recuerdo que ese par de huaraches me parecían gigantes, eran el único adorno por encima del altar. Nunca había participado en una fiesta del Istmo. Esos vestidos elegantes de flores brillaban con joyas enormes en los cuellos de mujeres robustas e incansables, entre grandes cantidades de comida de todos los olores y sabores inimaginables.

Al terminar los festejos, un grupo pequeño acompañamos al obispo Lona en un sencillo patio. Me llamó y me dijo: Ve y cuenta cuántos agujeros tiene mi camioneta”. Yo pasé mis manos por el vehículo y al final, cuando le di el resultado, me respondió sonriente: “Son todos los balazos que me han echado por defender a mi gente de los caciques, pero aquí estoy todavía”.

Desde ese imborrable y maravilloso encuentro, nunca volvimos a separarnos. Cada que visitaba Oaxaca, mi obispo Lona, mi santo obispo, siempre estaba ahí para caminar juntos algunos senderos que ya había andado.

De esa camioneta llena de agujeros, y de otra decena de atentados, creó proyectos productivos en su comunidad. Su labor pastoral en un solo día parecía la de toda una vida, por su entrega sin límites y su reclamo cotidiano de justicia.

“Nunca tuve una cama, una casa, un automóvil y nunca me ha faltado nada. Lo único que tuve era un anillo de mi mamá. Un día me prestaron una camioneta y me quedé sin gasolina, cuando llenaron el tanque saqué lo único que traía, el anillo de mi mamá, y así pagué. Terminé dando lo único que conservaba”, me contó.

No he conocido en mi vida un sembrador de amor, un promotor de paz, un hombre más grande por su humildad y sabiduría que el obispo Lona, mi obispo santo.

Nunca se jubiló de amar y de darse a los demás. Me comentó que en una de las visitas de un Papa a México había sido el único obispo al que no invitaron.

La última vez que nos abrazamos, poco antes de la pandemia por Covid, acordamos ir juntos a Unión Hidalgo, y a comer cerca del mar que tanto disfrutaba. Ya no pudimos hacerlo.

Su muerte me invadió en una profunda tristeza, siempre lo voy a extrañar, pero también, siento una gran paz y alegría. Hoy mi obispo santo, mi santo obispo, tiene a los cielos de fiesta con su llegada.

Imagino esa extraordinaria comida multicolor, las marimbas y sus huaraches que se han quedado pequeños al abrir las puertas del cielo a un hombre que construyó cielos en la Tierra con su elección de amar y servir sin límites.

Gracias por todo mi santo obispo, gracias por siempre estar, mi obispo santo. Y mientras escribo estas líneas celebro tus 95 años, justo hoy estarás en un festejo inimaginable, como lo mereces.