La belleza es un problema

LA UTORA

JULIA SANTIBÁÑEZ
JULIA SANTIBÁÑEZ
Por:
  • Julia Santibáñez

Umberto Eco, refallecido hace poco (si bien debutó en 2016, las redes sociales a cada rato vuelven a matarlo) dirigió los libros Historia de la belleza e Historia de la fealdad (Lumen, 2004). Ambos se basan en esta idea: ni repulsión ni atractivo son absolutos, cada cultura les ha dado un rostro distinto. Es algo tan obvio. Y tan descolocador.

En la antigüedad, al pintor chino Wang-Fô lo llamaron a palacio. El emperador dijo al artista que deseaba castigarlo, volverlo ciego, porque amaba sus cuadros, encontrándolos superiores a la vida real. Tras ser tocado por las libélulas de Wang-Fô, por su luna rota sobre un lago, al monarca lo decepcionaba el mundo tangible: ahora aspiraba a una luminosidad que nunca sería capaz de poseer. El final del relato, recuperado por Marguerite Yourcenar en sus Cuentos orientales, es fantástico, pero evito el espóiler.

Lo recuerdo porque acabo de terminar El Pabellón de Oro, novela de Yukio Mishima. Trata de un joven obsesionado con la hermosura de ese templo zen, en Kioto, Japón. “Nada en el mundo es más irresistible que el Pabellón de Oro”, le decía su padre. Cuando el chico al fin lo visita, se trastorna con la potencia estética que emana tanto del santuario como del estanque y el jardín alrededor. En 2015 estuve en Kioto. Al estar ante al recinto dorado lo encontré de una perfección descomunal y sutil, es decir, habla en voz fina y no a gritos, como lo hace un rascacielos. ¿En qué condiciones lo sublime del arte sobrepasa el mundo sensorial? ¿Cuándo una escultura se adensa más que una tromba ennochecida? ¿Un poema puede ser tan contundente como el cuerpo de un hombre o como un pavorreal prodigioso? ¿Qué tanto es tantito?

Lo pienso mientras evito leer noticias sobre la pandemia y esquivo la nueva estadística. Mi capacidad tanto de absorber como de procesar datos es la de un cerdo con indigestión. Y malhumorado. Guardo cuarentena, me cuido e informo lo indispensable. Hasta ahí. Antes de añadir otro dato a la angustia ocupo las neuronas en darle vueltas al qué y por qué de mi ideal de armonía humano, artístico o hipopotamil, en desmenuzar su carácter glorioso y opresivo al mismo tiempo. Sobre todo, me emociona que resulte profundamente inútil. Es liberador dejarme tocar por la inutilidad de lo exquisito.

Dice Eco, siguiendo a los clásicos: lo que funda la belleza es la mirada, no el objeto visto. ¿Cuánto pongo de mí al deslumbrarme por algo o alguien? ¿Qué de ese canon obedece a mi época? ¿Puedo aspirar a la objetividad? ¿A cuál? Ojalá el pensador italiano dejara de morirse un rato; lo mismo Yourcenar y Mishima. Les preguntaría tantas cosas.

La belleza es un problema fascinante. Uno que elijo en estos días.