Julia Santibáñez

Mi pene mental

LA UTORA

Julia Santibáñez
Julia Santibáñez
Por:

Estábamos de vacaciones en Monte Albán, con un calor de agobio. Yo tendría siete años. Mi hermano Fernando, tres años mayor, se quitó la camiseta para refrescar la panza. Lo imité, pero mamá sentenció: las niñas no hacen lo mismo que los niños. Debía volver a vestirme. Comencé a llorar, empequeñecida. En eso papá se acercó. Al enterarse dijo: puedes quitártela. Fui dueña de la pirámide más alta del lugar.

Mi mamá no es (ni era entonces) mala: estaba repitiendo su educación corrosiva, esa que tiene un extenso catálogo de prohibiciones para niñas y niños. Ignoro cómo habrá terminado el raspón entre autoridades de mi casa, pero ese día nació lo que llamaré mi pene mental.*

Aunque disfruto enneciadamente ser femenina (tacones y barniz de uñas incluidos), gracias al falo de la imaginación desarrollé actitudes identificadas con lo masculino, como carácter fuerte, independencia, empuje. Ese atributo invisible es también el que me llevó desde hace décadas a mantener económicamente tanto a mi hija como a mí misma, por el cual me rehúso al matrimonio (pasé por ahí y odié la experiencia) y he buscado emparejarme con hombres para quienes no soy un reto ni una posesión; si bien una vez estuve con un neandertal, en términos generales he sido amada y he amado a varones cuyo costado femenino es notable, sin que los intimide. El órgano viril de mi cabeza y la vagina de su ídem se corresponden igual que nuestros sexos. Ahí nos encontramos. El equilibrio en varios planos enriquece generosamente a los dos.

Ese mismo pene (monu)mental me hace rechazar la condescendencia desde la que algunos se acercan a mí a través de redes sociales: “qué guapa”, “estás bonita”. Pienso contestar: “no tenía idea. Por cierto, ¿salimos?”. La francesa Virginie Despentes escribe en Teoría King Kong: “No se describe a un autor hombre como se describe a una mujer. Nadie cree necesario decir que Houllebecq es guapo. De ser una mujer, y si a un número igual de hombres les hubieran gustado sus libros, habrían escrito que era guapa. O fea. Pero habríamos sabido lo que piensan sobre el tema”. Los testículos (funda)mentales me llevan a preguntar: ¿por qué los señores no circunscriben sus comentarios a lo que digo o hago, como harían con otro hombre? Porque al decirme bonita se ponen un escalón arriba, igual que quien da una palmada al perro y éste mueve la cola, agradecido. Es una pena, este falo (tempera)mental me hace menos encantadora. Más dueña de mí.

Hace tiempo, en Monte Albán, La Utora de siete años tuvo el privilegio bárbaro de aprender que sí, puede hacer lo mismo que los niños, incluso pasear la panza al aire. Sólo hay una condición: que se le pegue la gana hacerlo.

*Tomo el término de Virginie Despentes en Teoría King Kong, pero le doy otro sentido.