Julia Santibáñez

Orfandades

LA UTORA

Julia Santibáñez
Julia Santibáñez
Por:

De nacimiento somos huérfanos. Quizá por eso el llanto al salir al mundo. De forma instintiva sabemos que nos expulsaron de la casa tibia, de luz blanda, donde los ruidos llegan suaves y como atenuados por algodón, donde un latido es lo único real. El latido significa ritmo. Quizá por eso la música nos toca hondo desde bebés: sacude la memoria del pálpito materno, hogar original del que nos desarraigaron, casa a la que esperamos volver.

Enero, 1984. Me estaba apenas construyendo la cara cuando un terremoto emocional fracturó el piso. Mi papá entró en coma, murió en el hospital dos meses más tarde. No pude despedirme. Me rehice luego de un lento ordenar de las vísceras, el corazón, los nuevos miedos. Tuve que aprender todo de nuevo, ahora con ese hueco brutal en el costado.

En 2019 falleció mi hermano mayor, 54 años. Infarto fulminante. Ausencia fulminante. No hay una palabra que comprenda el frío por la partida de quien estuvo cerca desde niños y a quien no le tocaba irse todavía.

Hace dos semanas murió mi mamá. No la mató una enfermedad, su cuerpo se rindió al exceso de años. Acababa de cumplir noventa. Los últimos días estuve acostada en su cama, tomándole la mano, recargada en su hombro. Por protocolo de la institución ante la pandemia, sólo un familiar podía estar con ella y se resolvió que fuera yo. Lo agradecí. Al llegar, alertada por la enfermera de un alza tremebunda en la presión arterial, ya respiraba con esfuerzo. Acaricié la mejilla seca, estaba semiconsciente. Le pregunté si tenía dolor. No. Con un tapón de arena en la garganta la amé con palabras, le pedí perdón por lastimarla y dije que la perdonaba por lo ídem. Ella asentía con la cabeza. Sus hermanos, mi hermana, mi hija, sus nietos se despidieron por teléfono, uno a uno. Contestaba “sí”. Todos hicimos lo posible por suavizarle el viaje, incluidas enfermeras y la directora del lugar.

Las últimas horas estuvo serena. Parecía dormida. La vi apagarse, como una lámpara a la que un regulador le baja poco a poco intensidad. No solté su mano. Al fin, con dulzura, con la que fue tan suya, dejó de respirar. Le cerré bien los ojos. Creí estar lista, varias veces hablamos de esto. No es así. Sigo lloviendo por dentro. “No sé qué hago fuera de tu dulzura”, escribió Juan Gelman.

Soy huérfana de nacimiento. De padres. De hermano. Sin embargo, mi gente y las letras me enraízan en la vida, son motivo bastante para seguir habitando a tope este lado del espejo. Habré de acomodar la nueva orfandad, hacer que me acompañe donde voy. Mientras, a mis muertos les digo esto, atribuido al poeta persa Rumi:

su cuerpo está lejos de mí,

pero hay una ventana abierta

desde mi corazón al suyo.