Pedro Sánchez Rodríguez

Guardia en alto

CARTAS POLÍTICAS

Pedro Sánchez Rodríguez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Pedro Sánchez Rodríguez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En 2019, el Congreso aprobó la creación de la Guardia Nacional para atender la complicada situación de seguridad que atraviesa el país. La idea era contar con una corporación de seguridad con entrenamiento y disciplina militar, sujeta a un régimen civil y de protección a los derechos humanos.

Sin embargo, este lunes, durante su mañanera, el Presidente anunció su decisión de decretar que la Guardia Nacional dependa de la Sedena, una instrucción que contradice la Constitución y lo acordado por el Congreso. Si la decisión es inconstitucional o no, está fuera de la política parlamentaria y administrativa, pues la tendrá que tomar una SCJN que ha sido históricamente rejega a juzgar controversias con el Ejército.

Con esta decisión, el Presidente no sólo contradice la norma suprema del Estado, sino que contradice a su “yo” de hace cuatro años. Antes de llegar al poder, estaba convencido de que los militares debían regresar a su cuartel. Al poco tiempo, las Fuerzas Armadas no sólo se dedican a la seguridad pública, sino también se les ha encomendado el desarrollo de proyectos estratégicos de esta administración; el control de aduanas, puertos, aeropuertos y la distribución de vacunas. Con el decreto anunciado, el Presidente revierte la decisión parlamentaria de que la Guardia Nacional tenga un mando civil y la adscribe bajo subordinación del Ejército.

El argumento para esta decisión es que la violencia ha rebasado la capacidad de las policías y un temor, fundado, en que la GN se pervierta y se corrompa. Es una consideración entonces a favor de la pureza del Ejército, una institución muy respetada, que ha operado durante años de labor de seguridad pública, en un régimen jurídico que no se ha logrado establecer hasta el día de hoy, y que le ha traído consecuencias legales y reputacionales poco favorables.

Más allá de la disputa legal y política, no está de más preguntarse sobre la efectividad, no del Ejército, sino de la decisión de encargarle a las Fuerzas Armadas salvaguardar la seguridad pública. Para esto quisiera hacer eco del brillante artículo en Nexos de Fernando Escalante Gonzalbo (“En la violencia, 2008-2022”), que señala que la violencia se desató, no antes, sino después de la intervención del Ejército en los lugares que había estado o estaba. Como bien advierte, a poco menos de dos décadas, el narcotráfico continúa siendo la explicación hegemónica, aunque poco convincente y cada vez menos lógica, sobre la violencia que vivimos.

Esta visión única de la violencia, ha generado una ceguera que nos impide ver que los criminales siempre han estado aquí y haciendo más o menos lo mismo. Lo que ha cambiado es el régimen político y el entramado social bajo el cual se desarrollan. Mientras que durante el priato sus actividades eran permitidas, aunque acotadas, a cambio de gobernabilidad mediante la politización de todas las actividades; con la transición, los equilibrios locales e institucionales, construidos durante años, no se renovaron en pro de un funcionamiento canónico de la democracia, el mercado y el derecho.

Pero este cambio no implicó que desaparecieran las necesidades de intermediación y extracción, propias de las actividades ilícitas, explicó que, ante la falta de protección institucional de prácticas ilegales, la violencia se convirtiera en una alternativa menos costosa frente a la cooptación de autoridades. De modo que no es el crimen el que ha contaminado a la sociedad, sino la sociedad la que, de varias formas, ha incorporado al crimen.

En este contexto, el uso del Ejército, para contrarrestar la violencia, ha resultado poco efectivo porque su entrada rompe con las nuevas dinámicas de protección locales; porque, aunque así lo desearan las últimas tres administraciones, ni todas las Fuerzas Armadas alcanzan para cubrir los focos rojos del territorio nacional; porque el deber del Ejército no es hacer valer la ley, ni la procuración de justicia es imponer la fuerza del Estado en un territorio determinado y, porque, la demanda de protección de actividades ilícitas y de seguridad continúa, y el Ejército se convierte en un actor altamente valorado para ese fin.

Por lo anterior, la decisión del Presidente de militarizar por completo la Guardia Nacional es polémica no porque se desdiga a sí mismo, y no solamente porque contradice un acuerdo parlamentario y la propia Constitución. Lo es, porque es la prolongación y el fortalecimiento de una política, que lejos de mejorar, parece empeorar las condiciones de seguridad y violencia en el país.