Rafael Solano

Stiglitz: una vida decente para todos

DE LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

Rafael Solano*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Rafael Solano
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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En los próximos meses veremos la creación de comités de propuestas para resolver los grandes problemas del país de cara a 2024.

Como lo hemos platicado anteriormente en el mundo occidental se cierne un cambio político, que trastoca las Europas y las Américas desde 2008 a través del impacto de la Gran Depresión, que para otros es “la crisis del neoliberalismo”, que a su vez ha traído una “crisis de la democracia liberal”.

Sin duda cuatro de los economistas más consultados de cara al próximo proceso serán Thaler y su “Economía del comportamiento”, Wooldridge y la defensa del mérito a través de la “Aristocracia del Talento”, Piketty y su “Capital e Ideología” y Stiglitz y su “Capitalismo Progresista”.

Hoy te quiero platicar un poco más sobre Joseph E. Stiglitz (Columbia University) y el “Capitalismo Progresista” que sugiere, lo que considera una respuesta al malestar generalizado en el mundo, por lo que reproduciré breves extractos de su libro.

Su argumento central es sugerir que debemos abandonar la confianza errónea en la economía del goteo, según la cual todo el mundo se beneficiará del crecimiento económico. Los beneficios del crecimiento simplemente no gotean, para lo que proyecta redirigir los recursos hacia la creación de la riqueza.

En su crítica establece que la crisis financiera de 2008 mostró que el neoliberalismo no era todo aquello que se suponía: no parecía ser ni eficiente ni estable. Los principales beneficiarios del crecimiento durante el último cuarto de siglo eran aquellos situados en lo más alto de la pirámide.

En su crítica establece que los beneficios jamás se materializaron para la mayoría de los ciudadanos. De hecho, de acuerdo a la base de datos mundial de desigualdad, en México el 10% con más ingresos tiene el 61% de la riqueza del país, mientras que el 50% inferior tiene apenas el 8%, el dato es brutal. De este análisis se desprende que la globalización aceleró la desindustrialización, y dejó atrás a la mayor parte de la población, especialmente a los menos formados, y, entre ellos, sobre todo, a los varones.

A través de este análisis, le es posible argumentar que el crecimiento se ha ralentizado y los ingresos de grandes segmentos de la población se han estancado e incluso reducido. Una gran brecha se ha abierto entre la cúpula y el resto. Stiglitz define que la verdadera riqueza de una nación se mide por su capacidad de brindar, de una forma sostenida, altos niveles de vida a todos sus ciudadanos, apoyado en los cimientos de la ciencia y el conocimiento y en las instituciones sociales para ayudarnos a vivir pacíficamente y a cooperar por el bien común.

El catedrático de Columbia sugiere aumentos continuos en la productividad, en la inversión en instalaciones y maquinaria, pero sobre todo y más importante, en el conocimiento, así como en gestionar nuestra economía con niveles de pleno empleo. Justamente proponiendo una visión contraria al populismo que ha arremetido contra las principales instituciones de nuestra sociedad, con ataques a las universidades y la ciencia, así como a la impartición de justicia, mientras ese populismo se excusa argumentando que esos ataques sólo existen en “defensa propia”.

También aborda el fracaso de las élites que, desde su óptica, se encuentra en el hecho de hacer promesas respecto a reformas que nunca llegaron. La promesa central en este fracaso era que la reducción de impuestos a los ricos, la globalización y la liberalización del mercado financiero conducirían a un crecimiento más rápido y estable que traería beneficios para todos, y ello los llevó a pensar que podían centrarse en el PIB en lugar de centrarse en la gente.

Su argumento es que debemos reconocer que los mercados no son un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar un fin: una sociedad más próspera. Por lo que se requiere una acción gubernamental complementaria, una acción colectiva para regular el mercado, que haga lo que éste no puede, pero sin regresar a otra dosis de políticas fallidas: más rebajas fiscales para los ricos y las corporaciones, menores regulaciones, un papel del Estado aún más restringido. El auténtico problema es la muy poca inversión en la gente, las infraestructuras y la tecnología y por ello se requiere garantizar la prosperidad compartida.

En este contexto propone que para salvar al capitalismo de sí mismo, se requiere evitar una democracia impulsada por el dinero, porque esto genera una dinámica autodestructiva, que amenaza con destruir de manera simultánea cualquier símil de un mercado justo y competitivo y una democracia con sentido.

Por último, reflexiona que otro mundo es posible basado no en la creencia sólo en los mercados y la economía del goteo, que nos trajo al embrollo en que estamos, pero tampoco en la economía nativista, cerrada y populista que algunos proponen como salvación. Porque un país rico, es aquel que puede llevar a sus ciudadanos a llevar una vida decente.