Valeria Villa

Un enemigo interno

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa
Valeria Villa
Por:

Es posible que en nuestro lenguaje del día a día utilicemos poco la palabra ira. Usamos más enojo, rabia, cólera tal vez. La ira es uno de los 7 pecados capitales según la religión cristiana, que está muy metida dentro del sistema de creencias occidental. La ira del Dios del Antiguo Testamento es una referencia de castigo, venganza y destrucción.

 Si acercamos la lupa a esta emoción, podremos observar con más detalle que ira y enojo no son ni de lejos lo mismo. El enojo detona que digamos o hagamos cosas de las que después nos arrepentimos y tratamos de reparar.

La ira es una emoción que se cocina a fuego lento, hecha de resentimientos acumulados, facturas por cobrar, narraciones sobre ser siempre la víctima de personas y circunstancias sin importar el contexto. Quien siente ira se ha sentido injustamente tratado por la vida y eso deriva en destrucción, venganza, resentimiento, humillación, desprecio o indiferencia hacia los culpables. La ira no se detiene, no va acompañada de la culpa y busca destruir.

Es una regresión infantil justificar que uno ha hecho algo terrible porque estaba enojado. Depositar en otros el origen de la ira, decir que nos han provocado, que sacan lo peor de nosotros, que no tuvimos más remedio que reaccionar, es un argumento que sólo podría comprenderse en niños y adolescentes, que apenas están entendiendo de qué se trata hacerse responsable de los actos y sus consecuencias.

Enojarse mucho suele ser motivo de consulta. El consultante llega un poco confundido. No sabe si los demás exageran cuando le dicen que se enoja de todo, pero en el fondo sabe que sí: que pierde el control por todo y por cosas que son nada.

Una de las semillas más claras de la ira es la frustración. Que las cosas no son como uno hubiera querido es algo que se desprende de la realidad, que siempre tiene algo de frustrante, porque rara vez obtenemos las cosas que queremos tal y como las soñamos. Si las cosas no son como las queremos entonces no queremos nada. De ahí se sigue un ánimo iracundo, intolerante, incapaz de lidiar con la frustración que impone el mundo real. Las limitaciones de la materia y del espíritu. La falibilidad del amor y la comprensión, el fracaso, las traiciones, el odio que se mezcla con el amor, las cosas como son y no como fueron idealizadas. Así que el iracundo vive peleado con la parte imperfecta de la realidad. 

La ira no siempre es escandalosa. Hay formas sutiles para hacer sentir desprecio. Sarcasmo constante para humillar, indiferencia ante la existencia del otro. Quien accede a la ira con frecuencia vive el deseo del otro como un obstáculo, porque nadie quiere exactamente lo que nosotros. Cuando el otro es otro, se enfurece. El iracundo es intolerante a la otredad.

La ira es un síntoma que para empezar, ha de aceptarse. Algo de lo que hay que hacerse cargo sin buscar culpables. Aceptar el síntoma para después desmenuzarlo con la palabra. Acercarse a las narraciones internas con las que la alimentamos, entender cuál es su función en nuestra vida, hacerse cargo de por lo menos intentar que no sea una emoción tan dominante que termine por amargarnos y volvernos unos resentidos.