Valeria Villa

Llenar el tiempo para llenar vacíos

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Valeria Villa 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Un hombre decide hacer una dieta sin carbohidratos y salir a recorrer 50 km diarios en su bicicleta. El cliché de la crisis de los 40 se vuelve una realidad en su mente y entra a una etapa de dieta estricta y ejercicio extenuante. La fantasía de volver a sentirse joven y fuerte lo sostiene durante varios meses. Después de algunas semanas, se le acaban las ganas y las fuerzas. Una mañana, después de severos problemas familiares y financieros, no puede levantarse de la cama y se queda ahí varios días. Abandona la dieta cetogénica y arrumba la bicicleta en el garaje de la casa. Siente que la vida ya no tiene sentido para él y decide quitarse la vida. Por suerte, falla en su intento y termina en el hospital. Ahí se recupera y el equipo de psiquiatría lo diagnostica con bipolaridad tipo II, que lo ha acompañado a lo largo de su vida sin que estuviera enterado.

El ejemplo de este hombre es un caso extremo de algo que posiblemente muchos han vivido en algún momento: El vaivén de las emociones. El paso de la manía a la depresión. Tener momentos en los que todo se ve posible para después sentirse vencido y sin ganas de nada. Este movimiento de la vida anímica no siempre es un cuadro psiquiátrico y sí parte de la condición humana, en constante fluctuación. Desde la perspectiva psicoanalítica, que se preocupa mucho menos por los diagnósticos aunque no los ignora, existe algo llamado defensas maniacas, que son intentos por protegerse de la depresión, huyendo al mundo exterior: trabajar en exceso, ir de fiesta en fiesta, beber cantidades de alcohol poco saludables, cambiar de pareja una y otra vez, mudarse impulsivamente, redecorar la casa por décima vez en el año. Todos estos actos buscan evadir la tristeza, evitar pensar en lo perdido, evitar el duelo.

Melanie Klein describía la manía como la negación omnipotente de la realidad psíquica. Una defensa para triunfar sobre la realidad, controlándola y también despreciándola. Lo que dice Klein se traduce, en el discurso, en frases como “me basto y me sobro”, “ni siquiera la quería tanto”, “ni modo, todo se acaba, a lo que sigue”, “mirar hacia atrás, ni para tomar vuelo” y tantas otras mentiras que nos contamos para no sufrir, para no aceptar que a veces lo que toca es llorar, lamentar las pérdidas, reconocer el agujero que deja el desamor, el fracaso o alguna otra calamidad que trae el universo, al que le somos indiferentes. Estas defensas maniacas también se alimentan al obedecer el mandato cultural obsesionado con el tiempo, con las metas, con aprender algo nuevo cada día, con convertirse en la “mejor versión del sí mismo”. A cierta edad habrá que tener éxito profesional, casarse, ser padre o madre, tener la primera propiedad y otras tantas obligaciones existenciales. Si entendemos que cada uno tiene su tiempo y sus formas de entender la vida y existir, en vez de obedecerlas, podríamos ignorarlas.

Dice Jean-Bertrand Pontalis que aunque da vértigo y es aterrador, asomarse hacia adentro es un ejercicio indispensable para pensar la propia vida, para recobrar el sentido de la identidad y para encontrar, muy en el fondo, junto con lo triste y lo terrible, una fuente subterránea.