De una transición a un pregobierno
México tiene uno de los periodos de transición presidencial más largos entre los países con regímenes democráticos. Para ponerlo en contexto, el pasado 1 de julio, tanto en nuestro país, como en Colombia, se llevaron a cabo elecciones presidenciales. Mientras que Iván Duque asumió la presidencia de la nación andina desde el 7 de agosto –a poco más de un mes de haberse celebrado la jornada electoral–, en México aún quedan dos semanas por transcurrir para que Andrés Manuel López Obrador asuma el cargo —cinco meses después de las elecciones—.
Tener un periodo de transición —en cualquier nivel de gobierno— tan largo, resulta ineficiente en muchos aspectos, pues lejos de brindar tiempo suficiente para allanarle el camino a la administración entrante, da pie a un periodo gris, en el que el gobierno en funciones pierde poder de decisión de forma paulatina, mientras que el gobierno electo cada vez acapara mayor atención, sin tener aún facultades legales para la toma de decisiones.
Estas ineficiencias han quedado de manifiesto, como en ninguna otra ocasión, en la actual transición presidencial. Por un lado, tras llevarse a cabo la jornada electoral, Enrique Peña pasó literalmente a las sombras y asumió un papel discretísimo, por decir lo menos, a pesar de tener por delante aún cinco meses en el encargo. En contraparte, lejos de mantener un bajo perfil que permitiera concluir los trabajos de la administración saliente, López Obrador continuó con el dinamismo propio de las campañas, lo que lo invistió de un protagonismo casi absoluto para dictar, de forma inédita, la agenda económica y política del país, sin haber rendido protesta todavía.
Lo delicado del asunto es que, lejos de la dinámica propia de una campaña, lo dicho y hecho por Andrés Manuel, ya como Presidente electo, sí ha tenido consecuencias; muchas de ellas no deseadas. Los anuncios sobre diversas políticas que emprenderá una vez que ocupe el cargo han provocado inestabilidad en los mercados, depreciación del peso, incertidumbre entre la clase empresarial y una desbandada de servidores públicos con amplísima experiencia. Ello sin mencionar un innecesario desgaste político sin haber siquiera asumido el cargo, lo cual resulta no menos importante.
Ante este panorama, cabe mencionar que la reforma político-electoral de 2014 —entre muchas otras medidas— redujo el periodo de transición entre la elección presidencial y la entrada del nuevo gobierno. Sin embargo, únicamente se redujo de cinco meses a cuatro, lo cual resulta insuficiente para verdaderamente paliar los efectos de esta situación. Con este ajuste –aunado al cambio en el inicio del periodo presidencial que, luego de AMLO, será a partir del 1 de octubre–, el periodo de gobierno de López Obrador será el único con una duración de cinco años y 10 meses.
Pero a Andrés Manuel realmente poco debe importarle tener un par de meses menos de gestión que sus antecesores, pues hace cuatro meses y medio que comenzó su pregobierno, en toda la extensión de la palabra.
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