Historias de pianos

Historias de pianos
Por:
  • guillermoh-columnista

En el siglo pasado había una cruel línea divisoria entre los hogares que podían darse el lujo de tener un piano y los que no podían dárselo. A quienes no les importaba poseer uno, la enorme mayoría de la población, su falta les importaba un comino. Pero la circunstancia más dramática era la de aquellas personas que no podían comprar un piano, pero que sabían tocarlo, que disfrutaban hacerlo, que querían apropiarse de uno con la fuerza entera de su alma.

Mi abuela materna aprendió a tocar el piano en el internado. Salió de ahí y la vida la sacudió con la fuerza de un huracán. No tuvo un piano para interpretar las melodías que practicó cuando jovencita. No fue sino hasta que mi padre nos compró un piano, un Weinbach vertical, que ella pudo tener la oportunidad de volver a tocarlo con toda la calma del mundo. Recuerdo esas largas tardes, en las que ella luchaba para pulir las piezas más difíciles de su modesto repertorio. En especial, me viene a la mente cómo ensayaba una y otra vez, un vals de Ricardo Castro. Sus dedos, deformados por la artritis, no le ayudaban.

En ese mismo piano, mi padre, quien tiene 88 años, toma clases cada semana. Un paciente profesor va a su casa para enseñarle melodías muy sencillas. Aunque mi padre ama la música desde muy joven –incluso fundó una orquesta de cámara–, nunca había tocado el instrumento.

Ese piano Weinbach me acompañó en algunas mudanzas. Volvió a casa de mis padres para tomar un merecido descanso. A veces, cuando voy de visita, lo toco con nostalgia. Me arrepiento de no haber estudiado lo suficiente. Dejé de practicar cuando apenas comenzaba a dominarlo. Ahora toco poco y mal. Cuando me siento frente al noble piano de mi infancia, me doy cuenta de que ha envejecido conmigo.

La abuela materna de mis hijos tuvo un piano de jovencita, pero cuando se casó no hubo recursos para comprar otro para su nueva casa. Pasaron los años. Ella extrañaba sus días de concertista. Una Navidad, sus hijos, ya mayores, decidieron darle una sorpresa. Entre todos juntaron para comprarle un piano de segunda mano. Rentaron una camioneta estaquitas, lo subieron ahí y emprendieron el viaje a la casa materna. Los muchachos iban felices en la camioneta, cuando dieron una vuelta cerrada y el instrumento cayó del vehículo. El piano rebotó varias veces sobre el pavimento. En cada golpe fue dejando partes. Las teclas de marfil quedaron regadas sobre la calle, como los dientes de una calavera chimuela. ¡Doña Aurora no podía quedarse sin su regalo! De inmediato hicieron otra cooperacha y adquirieron otro piano viejo. El humilde piano era un desastre. Nunca quedó bien afinado. Pero la señora lo tocaba con enorme ternura. Hace años que ella murió. No sé que fue del piano.