Putin y Maduro
Para dar un descanso al tema hegemónico de la agenda global —la omnipresente pandemia—dedico la colaboración de esta semana a dos sátrapas que son noticia.
Vladimir Putin, quien cumple la friolera de 20 años como el hombre fuerte de Rusia, y Nicolás Maduro, quien fue denunciado por el Departamento de Justicia de Estados Unidos como cabeza de un narco Estado en Venezuela.
Putin, con el siglo y contando. El 26 de marzo de 2000, Vladimir Putin se convirtió en el segundo presidente ruso electo democráticamente; fue reelecto en 2004, pero en 2008, dado que la Constitución rusa prohibía (y hasta el día de hoy sigue prohibiendo) más de una reelección consecutiva, maniobró para que Dmitri Medvédev ganara la Presidencia, intercambiando con él el cargo de primer ministro, desde donde mantuvo el control político del país. Pasado ese intermezzo, y previa reforma constitucional para extender el periodo presidencial a 6 años, Putin vuelve a postularse —y ganar sin problemas— la elección en 2012 y la reelección en 2018. Se supone que su actual mandato tendría que terminar en 2024, pero recientemente la influyente diputada oficialista Valentina Tereshkova —cosmonauta soviética, la primera mujer en la historia que viajó al espacio exterior— presentó en la Duma (parlamento ruso) una “sorpresiva” propuesta de reforma constitucional que abriría la puerta para que Putin se mantenga en el Kremlin hasta 2036. Tras una aprobación parlamentaria en fast track, está pendiente la (segura) aprobación del Tribunal Constitucional y su (probabilísima) ratificación en una consulta popular —por ahora pospuesta debido a la crisis sanitaria—. De darse el caso, los 36 años en el poder de Putin significarían un reinado más longevo que el del mismísimo Stalin.
En lo que va del siglo, todos los acontecimientos políticos de la mayor relevancia para Rusia y muchos de los mundiales llevan su siempre polémica impronta. Por señalar una apretada lista: las guerras en Chechenia y Georgia; la irregular anexión de Crimea y la subsecuente confrontación bélica en Ucrania; la intromisión en procesos electorales extranjeros, señaladamente las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos; el respaldo político a una larga lista de regímenes autoritarios, desde el siniestro dictador bielorruso Aleksandr Lukashenko hasta el caudillo bananero Maduro, destacando por supuesto la atroz tiranía de Bashar Al Asad en Siria; la manipulación y el uso como instrumento de guerra económica de los precios del gas y el petróleo; la matanza en una escuela en Beslán; el hundimiento del submarino Kursk; los extraños asesinatos o envenenamientos de opositores y espías dentro y fuera de Rusia; y, en fin, un amplio historial represivo, señaladamente contra los movimientos LGBT y feministas (el más notorio, el caso Pussy Riot).
Maduro, líder del Cártel de los Soles. Si bien el timing es poco afortunado —considerando la importancia que todos los países deben dedicar a la contención y erradicación del coronavirus—, no deja de ser muy gráfica la magnitud y monto de la recompensa ofrecida por la captura de Maduro: 15 millones de dólares, 6.5 más que los ofrecidos por el narcotraficante “más célebre” del mundo, Joaquín Guzmán, tan mencionado estos días en México tras las escandalosas deferencias del Presidente de la República hacia su familia.
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