La economía libidinal de Thomas Bernhard

La economía libidinal de Thomas Bernhard
Por:
  • juliot-columnista

Nació gris tormenta (así, en minúsculas), con el entusiasmo y la temeridad que sólo pueden tener las editoriales independientes rodeadas de peces enormes y en condiciones que desde que tenemos memoria han sido adversas.

Se definen como “taller editorial” y su catálogo, más que cazar novedades, busca la reflexión pausada sobre temas de urgente actualidad (como el hecho mismo de escribir y producir libros hoy, como la experiencia de la migración). El gesto mismo de echarse a andar es una encomiable locura cuando la voracidad del mercado y sus necesariamente miopes tendencias parecen decir a gritos: no lo hagas, no hay una lógica financiera que respalde tu decisión. Uno celebra que aun así, en contra de la evidencia de la aritmética y de lo que podríamos llamar un mundo adulto y feroz, perseveren en su decisión. Justamente sobre este tema trata uno de sus libros, Las posesiones, en el que el gran escritor austriaco Thomas Bernhard cuenta, con característica mordacidad, su relación con el prestigio y lo que hizo cuando, al ganar un par de premios literarios, tuvo dinero súbitamente y cómo lo gastó, siendo pobre, con una prodigalidad fuera de todo sentido común.

El tema es fascinante: la vida material de los escritores, su raro lugar en la sociedad como profesionales y su relación, casi siempre inestable, con el dinero. Andrés Barba se llega a preguntar, en su excelente prólogo a Las posesiones, si los escritores que nunca han pasado necesidad no tienen algo de incompleto. En el caso de Bernhard, de la necesidad se pasa, con un brinco ciego, al loco despilfarro (Michel Onfray lo llama “economía libidinal”). Con el primer premio, el joven Bernhard da el enganche para un casón destartalado que le queda totalmente fuera de presupuesto, lo cual parece no preocuparle en lo absoluto, al igual que no le interesa la fama que pueda acarrearle el reconocimiento: quiere su cheque y gastarlo rápido en sus paredes ruinosas, pero, al recibirlo, un editor le pide un préstamo considerable y el escritor no duda un segundo en otorgárselo. Si no fuera netamente tragicómica, la historia tendría un sesgo de elegancia. Con la totalidad del segundo premio, Bernhard se compra un coche de lujo que, además de algo ridículo (blanco y con vestiduras rojas), ni siquiera sabe si puede manejar. Pero lo maneja, feliz, y no tarda en verse involucrado en un choque que destruye su flamante vehículo. Las breves narraciones del austriaco, que se leen a carcajadas, acusan un desapego deliberadamente irresponsable ante las posesiones. “Amo el dinero”, confesó en un ensayo Phillip Lopate. “Al mismo tiempo, su sola idea me congela el cerebro”. No nos engañemos, la romántica dignidad del escritor pobre es directamente proporcional a su incapacidad para administrar. Al mismo tiempo, ha sido históricamente endiablado tasar ciertos valores intangibles. El círculo parece no cuadrar, y tal vez ese desfase sea el hábitat idóneo para la buena literatura, que necesariamente escapa a una dialéctica de sumas y restas, de recompensas palpables. A mí la imagen de un Bernhard (gruñón célebre) conduciendo con dicha un carrazo en el que ha gastado todo su dinero, por el puro gusto de hacerlo, pues además no se dirige a ningún punto en particular, me parece una elocuente estampa del cometido literario.