Venecia

Venecia
Por:
  • juliot-columnista

El joven Joseph Brodsky tuvo una romántica fantasía veneciana antes de ir en varias ocasiones a la ciudad narcisista por excelencia: rentar una habitación en la planta baja de algún palazzo, de tal forma que las olas de los botes que pasaran salpicaran su ventana, escribir un par de elegías y apagar sus cigarros en el suelo húmedo de piedra, toser y beber y, cuando se fuera quedando sin dinero, en lugar de tomar un tren, comprar una pequeña Browning y volarse los sesos ahí mismo, incapaz de morir en Venecia de causas naturales (como Von Aschenbach).

Hoy Venecia, como cada año en esta temporada, se hunde dramáticamente. El acqua alta la azota desde siempre, como lo han hecho las plagas y los incendios, como también lo hace estacionalmente la nebbia, una masa de niebla que es como un muro infranqueable que lo paraliza todo. Pero Venecia es también una idea, y como tal es inmune a todo. Pensamos en ella como un capítulo de la historia del arte.

Es la Venecia de Giorgione, discutiendo con unos necios sobre la superioridad de la pintura sobre la escultura, y demostrándolo genialmente al pintar un cuadro en el que se veía a un desnudo masculino de frente, de espaldas y de ambos lados (al hombre lo refleja una fuente, el peto de su armadura y un espejo). Es la Venecia del pillo de Casanova, que inmediatamente después de escapar del calabozo del Piombo tras haber estado encerrado ahí 18 meses por adulterio, se sentó tranquilamente a beber un cortado en el Café Florian. Es la Venecia de un motete de Montale: “La góndola deslizándose en un fuerte / resplandor de alquitranes y amapolas…” Es la Venecia de dos funerales contrastantes: el de Stravinsky y el de Pound. Aquél, lleno de gente y tributos varios; éste, silencioso, sin crespones negros y sin flores, sólo el ataúd llevado en absoluto mutismo por cuatro gondolieri al cementerio de San Michele. Es la Venecia de Byron, que saliendo de las fiestas del carnaval se negaba a caminar a su casa y prefería nadar, vestido, por los canales, y lo hacía con un solo brazo porque con el otro sostenía una lámpara para que las góndolas no lo atropellaran. La marea alta del tiempo no puede obliterar a esa ciudad salvada por nuestra imaginación y fantasía. “Escribir sobre Venecia —ha escrito Félix de Azúa— es tan fácil que resulta casi imposible”. Tal vez tiene razón, es un punto del planeta demasiado fotogénico y poetizable. ¿Qué puede superar a una ciudad de agua? Una ciudad de aire, propuso Hazlitt. Esa ciudad no existe aún, pero Venecia sí, como una metáfora encarnada que es casi demasiado, casi insoportable. Tiene que ver, por supuesto, con la finísima depredación del tiempo, pero también con nuestra ambición y necedad, pues a pesar de estar viendo cómo desaparecen esas 118 islas, seguimos pisando fuerte con nuestras botas de turistas alelados, urgidos de una foto en nuestro Instagram.

Cuando regresaba de Venecia a los Estados Unidos, Joseph Brodsky, con quien comenzamos estas líneas, decía que tenía una sensación de estar viajando de la historia a la antropología. Ojalá la historia permanezca a flote.