Progresismo

Progresismo
Por:
  • armando_chaguaceda

En el debate público, es necesario un anclaje empírico de categorías que den cuenta de realidades diversas y cambiantes. Progresismo es una de ellas. En un sentido histórico reciente, con ello se entiende una orientación política más o menos laxa que, en oposición al proyecto neoliberal impulsado por el Consenso de Washington, recupera el papel activo del Estado como agente económico, potencia las políticas sociales, promueve la democracia participativa y aboga por una política exterior identificada con el multilateralismo, la denuncia del capitalismo global y las acciones de las grandes potencias (en especial los EUA) y propone diferentes esquemas de integración regionales.

Sus huellas se encuentran en el accionar de gobiernos de centroizquierda que, de 2000 a la fecha, fueron más cercanos al modelo de democracia representativa y economía de mercado (Brasil o Uruguay) u otros de retórica y praxis más radicales, como los casos de Bolivia y Venezuela. Los mismos que ahora parecen, en tanto ola, verse contrapesados por una nueva configuración liberal o conservadora en la región.

El principal problema del progresismo en su versión radical es el rendimiento decreciente de sus desempeños, aunado a una inversión de la ecuación fundante del pacto originario entre el líder y las masas. Si en su formulación primigenia el primero se consideraba un recurso temporal y legítimo que preparaba la creciente participación consciente de las segundas en la vida política, con el tiempo el poder del líder se autonomiza crecientemente (ante la ausencia de contrapesos institucionales y de una ciudadanía autónoma), por lo que pasa a controlar a sus bases y su compromiso originario se convierte en mera retórica de legitimación. Así, el otrora líder, representante de un pueblo cuyo mandato debe ejecutar, se convierte en un mandante cuyas directrices ejecutan, con poco espacio para el ejercicio del disenso, las masas atomizadas.

Frente a la visión dominante de la democracia —que la reduce a mera  gestión de la cosa pública por tecnócratas “eficaces” y a la simple representación de intereses individuales en instituciones representativas— esta aproximación schmittiana de la política la concibe como una suerte de guerra civil desarrollada a través de una combinación de recursos cívicos y violentos, donde se privilegia el poder de un Estado “progresista” en detrimento de diferentes actores (dominantes o subordinados) de la sociedad.

Sin embargo, otra versión de progresismo parece asomar en México. Cuando el nuevo parlamento impulsa iniciativas para proteger las finanzas de los ciudadanos, los derechos individuales al consumo responsable de marihuana y la protección a las parejas del mismo sexo, nos acercamos al tipo de progreso que, en Uruguay, Chile o Costa Rica, ha desarrollado integralmente a esas sociedades. Esperemos que ese sea el tenor de los seis años que apenas comienzan.