Weimar: memoria y legado

Weimar: memoria y legado
Por:
  • armando_chaguaceda

El pasado 31 de julio cumplió 100 años la Constitución de Weimar. Fundamento de una república de vida intensa y breve. Vital en cuanto a cultura y ciencia se refiere, pero desgarrada por la lucha a muerte entre liberales, conservadores, católicos, socialdemócratas, nazis y comunistas. Marco de los debates entre el liberal Hans Kelsen —defensor del parlamentarismo—, el socialdemócrata Herman Heller —promotor del Estado social— y el filotiránico Carl Schmitt —simpatizante del nazismo—, la constitución y república de Weimar nos dejan un rico legado para revisar en estos tiempos convulsos.

Nos recuerdan, por ejemplo, que las constituciones, por acabadas que sean, no bastan para consolidar la democracia. Y es que a veces sus avanzados presupuestos jurídicos no pueden traducirse, por impedimento material o político, en derechos efectivos para la mayoría de la gente. De ahí que un Estado sustantivamente democrático deba ser, simultáneamente, capaz de proveer políticas públicas universales, robustas y sostenibles, ligadas al estatus de ciudadanía y no a la dádiva discrecional del gobernante. Porque no hay libertad duradera sin justicia incluyente (y viceversa), como lo entendieron tempranamente los socialdemócratas teutones.

La estrecha relación entre geopolítica, economía global y política doméstica es otro legado de aprendizaje de la república tudesca. Sin las secuelas del Tratado de Versalles —con su despojo territorial, sus pagos de reparaciones y sus heridas al orgullo nacional— y sin el impacto de las crisis económicas de los años 20 —con su mezcla perversa de inflación, desempleo y miseria— probablemente los extremos políticos —representados por el comunismo estalinista y el nazismo hitleriano— habrían sido condenados al rol de vocerías ruidosas y marginales. Y el centro político —compuesto por los socialdemócratas, los liberales y las fuerzas más modernas y moderadas de la derecha nacionalista y religiosa— se habría mantenido ancho, robusto e inclusivo, capaz de atraer a la inmensa mayoría del electorado alemán y de construir, en consenso, las políticas económicas y sociales que el pujante país demandaba.

También Weimar nos enseña que, en esas épocas de crisis que impactan sobre los valores políticos predominantes, habrá amplios segmentos de la ciudadanía que prefieran a líderes autoritarios y modos de gobernar decisionistas. Típicamente ligados a la promesa de soluciones mágicas para los complejos problemas que aquejan a cualquier nación moderna. Estilos demagógicos, ajenos a la deliberación y soberanía populares. Hitler, recuérdese, no salió de la nada: pasó de ser un sujeto excéntrico con ideas estrafalarias a un caudillo capaz de arrastrar tras de sí a la inmensa mayoría de la cultísima nación alemana.

Weimar alecciona, también, sobre lo nocivo de ser tolerantes con la intolerancia. En particular con esa intolerancia erudita que entonces —como hoy— hace vida y proselitismo en las academias de nuestras sociedades democráticas. La trayectoria de Carl Schmitt, quien pudo desarrollar sin trabas su carrera profesional en la república de 1919 a 1933, lo atestigua. Defendido por su colega Hans Kelsen frente a las críticas y alertas de otros académicos por sus tempranas ideas reaccionarias, Schmitt no dudó luego en avalar la purga de la universidad y justicia alemana, desterrando de ella —y del país— a los constitucionalistas demócratas. Incluido el propio Kelsen. De ahí que es necesario aprender que, cuando entre nosotros aparecen esos intelectuales filotiránicos —caníbales de sus colegas- cuyo uso de la democracia es plenamente instrumental y desleal, éstos deben ser desenmascarados a tiempo. A fin de cuentas, su cosmovisión de amigo vs enemigo no deja otra opción a quienes adversamos al despotismo, incluso cuando se reclama ilustrado. Se trata, simple y llanamente, de una cuestión de sobrevivencia.