DURANTE LAS VACACIONES en la playa no sufrí ningún accidente. No se desplomó el avión a pesar de las pérdidas de presión y turbulencias, no me revolcaron las olas furiosas del Pacífico, no extravié las llaves, los lentes o mi celular, ni siquiera la cabeza, que suelo perder en cada viaje. Comí todo tipo de mariscos sin intoxicarme, el bloqueador me defendió bien del sol, no hubo quemaduras graves. El clima fue perfecto, calor sin humedad, nubes pasajeras, una sola lluvia repentina. Todo transcurrió en calma, salvo un mínimo percance: un mosco me picó.
Aquella tarde frente al mar escuché un zumbido eléctrico y obstinado, no hice caso, estaba serena, descansando debajo de una palapa. How many seas must a white dove sail… La voz áspera de Bob Dylan salía desde las bocinas y eso era suficiente para ignorar cualquier amenaza que atentara contra mi tranquilidad. Vi al mosquito acercarse, aparentemente frágil e inocente, aceleró, se posó en mi pierna, rápido, igual que un amante que ha aguardado demasiado. Clavó el aguijón, sentí el dolor agudo del pinchazo. Sin darme cuenta el bicho voló, dejando en mí su firma inconfundible: una roncha roja, tibia, palpitante.
PERCIBÍ UN HORMIGUEO EN EL MUSLO. Fue en aumento, lo mismo que la urgencia de arañar la comezón con las uñas o con lo que pudiera. Y, como tantas otras veces, cedí al impulso de hurgar en el piquete, de escarbar buscando algo, abrir la pústula hasta lograr que la sangre brotara bajo las yemas de mis dedos. La irritación empeoraba. Laceré aún más la herida, surqué la carne, inmersa en aquel placer salvaje. La lesión inicial era insignificante en comparación con lo que había hecho con mi propia mano, se convirtió en una ampolla con los bordes desgarrados. Si hubiera ignorado el deseo de solo observar el abismo y no lanzarme, se habría desvanecido poco a poco hasta desaparecer. Elegí incendiar la punción creyendo que encontraría alivio en el dolor.

El jefe Guadaña
Mientras miraba mi piel expuesta y vulnerada pensé que el amor es también un adictivo escozor, y entre más se rasca, más comezón da.
Tú, como el zancudo, criatura alada y caprichosa, desde hace tiempo rondabas a mi alrededor. En danzas frenéticas y espirales errantes perturbabas mi existencia. Girabas alrededor de mi rostro, cuello y hombros, susurrando en mis oídos una promesa. No sabía si alejarte o aceptarte, tu vibración intermitente me atraía. Me clavaste tu aguijón, sin permiso y sin avisar, al igual
que los insectos. Inyectaste tu elíxir agridulce, me provocó fiebre y una deliciosa picazón. Querías que te sintiera, que hurgara tu presencia en mí, que rasgara la llaga. Desesperada, intenté desenterrar tu esencia, tú ya recorrías mi cuerpo desde antes del primer ataque.
Dejaste en mí no sólo picazón sino una cicatriz abierta y encendida en la epidermis y en la memoria, prueba irrefutable de tu paso draculiano por mi vida. Me inoculaste algo peor que el veneno más mortífero: la necesidad perenne de rascarme donde ya no estás.
Pero no volverás, te lo prometo, te daré un manotazo, y se acabó.
*Hazme el desamor.
