El último vendedor de periódicos

En esta crónica, Adrián Campos sigue los pasos de uno de los pocos voceadores que aún resisten en las calles de la Ciudad de México, luchando contra el irreversible declive de la prensa en papel. A través de la historia descubrimos cómo el auge de internet y las plataformas digitales transformaron un oficio antes esencial para mantener informada a la ciudad. Mención honorífica en el X Premio Nacional de Periodismo Gonzo, el texto es parte de un libro de Producciones El Salario del Miedo que comienza a circular.

El último vendedor de periódicos
El último vendedor de periódicos Foto: Cortesía del autor

La revista que más ha vendido don Héctor en sus cincuenta y tantos años como voceador fue la que menos esperaba. Eran los años noventa y en la portada de la revista gay Boys & Toys aparecía un famoso luchador enseñando “las nalgas”: Latin Lover. Don Héctor, acostumbrado a la rutina de los encabezados políticos y las crónicas deportivas, no imaginó que ese número en particular volaría de sus manos como pan caliente. “Yo sí le dije a mi esposa y a mis hijas que gracias a las nal… de ese señor, estábamos comiendo como reyes”, dice con una gran sonrisa. Fueron cientos los ejemplares que vendió y eso le enseñó que las buenas sorpresas a veces llegan disfrazadas de escándalo.

El último vendedor de periódicos
El último vendedor de periódicos ı Foto: Cortesía del autor

Don Héctor es uno de los más de 3 mil 500 voceadores que aún operan en la Ciudad de México. Resiste en su esquina de José María Iglesias y Edison en la colonia Tabacalera. Empezó vendiendo periódicos siendo apenas un niño, cuando las esquinas eran puntos de encuentro para ávidos lectores y se despachaban hasta 800 ejemplares diarios. Hoy, ese bullicio ha quedado atrás: los clientes pasan, pero ya no se detienen a comprar el diario, y en una mañana buena, don Héctor vende entre cinco y diez periódicos. Es un testigo de una transformación radical: en menos de dos décadas, el consumo de noticias ha migrado masivamente a las pantallas, donde algoritmos y feeds personalizados compiten por nuestra atención a cada segundo. En México, la caída en la venta de periódicos ha sido del 60 por ciento en la última década, mientras que el uso de apps de noticias y redes sociales se ha multiplicado.

Hoy don Héctor tiene 63 años. Comenzó en el negocio a los siete, cuando su abuela le pidió llevar el almuerzo a su tío, dueño de un puesto de periódicos. Tras recibir unos pesos como agradecimiento, su tío le ofreció trabajar en el puesto por las tardes, y lo aceptó. Empezó a pasar sus vacaciones ayudando en el negocio, combinando la escuela con el trabajo hasta la noche, y descubriendo el valor del dinero y el gusto por el oficio.

Para él, el puesto de periódicos fue más que un trabajo, fue una verdadera escuela de vida. Ahí aprendió que el esfuerzo constante trae recompensas y que lo ganado con sus propias manos tiene un valor especial. A los 17 años, con ayuda de su padre, compró su primer puesto de periódicos en la colonia Roma, y pronto, con sus ahorros, se hizo de un Ford Mustang 78. Con el tiempo, logró comprar una casa, casarse y formar una familia con dos hijas.

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Desde que comenzó como voceador, su motor es la disciplina de quien entiende que el éxito en su oficio no depende de la suerte, sino de la puntualidad y el esfuerzo diario. Don Héctor vive en Los Reyes, La Paz, Estado de México. Se levanta de lunes a sábado a las 2:30 de la madrugada. No confía en una sola alarma, y me muestra las tres que tiene programadas en su teléfono: 2:30, 2:31, 2:33 a.m. Después de apagar la última, toma la bolsa de su lunch y su bicicleta plegable. Rueda por 20 calles oscuras hasta la Avenida México-Texcoco, donde aborda una camioneta, luego un camión y, finalmente, ya en el centro de la Ciudad de México, vuelve a montar su bicicleta. A las 5:00 a.m. ya está abriendo su puesto, dando los buenos días a los primeros clientes, mientras el resto de la ciudad apenas comienza a despertar.

SON LAS 5:30 DE LA MAÑANA en la esquina de José María Iglesias y Edison. El sonido de las noticias en el radio se mezcla con el del barrido de una escoba. Alto, delgado, con zapatos, pantalón de vestir y suéter, abundante cabello con algunas canas y bigote a lo Arturo de Córdova, de cuyas películas es fan declarado, don Héctor está ya en su negocio, ese pequeño espacio de cuatro metros que lleva abriendo cada mañana por más de quince años. Con un leve rechinido, abre y extiende las puertas blancas de su puesto. Saca de una bolsa un flaco paquete de diarios: apenas veinte ejemplares, lo que trae cada día. “Ya ni para qué cargar más”. Junto con los diarios, extrae el primer número de una colección de 140 fascículos sobre la historia del Titanic que incluye en cada entrega las piezas para armar una maqueta de metal y madera del “Rey de los trasatlánticos”: una promoción con la que espera captar a unos cuantos curiosos. “Este tipo de colecciones es lo que más me conviene vender”, explica. “Con que encuentre tres clientes que se animen a comprar toda la colección, ya la hice”.

Antes de poner a la vista los periódicos y las revistas que aún se publican, acomoda lo que más se vende a esta hora: cigarros, chicles, chocolates y botellas de agua. Con cuidado, extiende una hilera de 17 cajetillas de cigarros de diversas marcas sobre el mostrador. “A cada cajetilla le saco el doble”, comenta encogiéndose de hombros, mientras termina de colocar los productos. Apenas ha terminado cuando llega su primer cliente del día: una chica de no más de 15 años, con uniforme escolar.

—Un Camel y unos chicles —dice la joven, con tono casi rutinario.

Don Héctor le pasa el encendedor sin decir nada. La escena es rápida, precisa, como si hubiera ocurrido cientos de veces antes. “Gracias, buenos días.”

Después empieza a acomodar las colecciones de libros que también forman parte del inventario: novelas policiacas, clásicos de la filosofía, enciclopedias sobre los videojuegos. Ahora todo es más diverso, más adaptado a lo que el papel todavía puede ofrecer. Media hora más tarde, don Héctor ya tiene todo en su lugar. El puesto está listo para enfrentar otro día de pocas ventas, pero con la esperanza de que alguna de esas colecciones encuentre a un cliente fiel. Finalmente, toma su café, aunque a esta hora aún no le apetece mucho.

—Antes terminaba de acomodar hasta el mediodía, ahora de volada termino —comenta, con una mezcla de nostalgia y resignación.

A las 8 de la mañana, Don Héctor ha vendido más de diez cigarros sueltos, algunos dulces y un par de periódicos.

HUBO UN TIEMPO EN QUE VENDER revistas y periódicos era buen negocio. Era 1985, y tener un puesto dejaba para vivir bien. Don Héctor lo sabía mejor que nadie. “Sin mentirle, había como unas 500 revistas que salían semanalmente. Por decir, el lunes salían 100, el martes otras 100, 105, y así. Pero por lo regular eran como unas 500 a la semana”, me cuenta, como si aún pudiera sentir el olor de la tinta fresca.

El último vendedor de periódicos
El último vendedor de periódicos ı Foto: Cortesía del autor

En esos tiempos de bonanza llegaba a vender más de 500 periódicos diarios. “Quinientas Prensas me vendía yo. La Prensa es el periódico que más he vendido”, dice, con un destello en los ojos que evoca aquellos días. La vida en el puesto era un hervidero de actividad, con gente que venía y se iba, llevándose las noticias del día bajo el brazo.

Para don Héctor era muy fácil anticipar cuándo iba a subir la venta de periódicos. Lo sabía por la tensión en los rostros de la gente. Las tragedias eran las que lo cambiaban todo. Lo vio claramente el 20 de noviembre de 1984, cuando las portadas de todos los diarios gritaban: “Explosiones en San Juanico dejan más de 500 muertos”. La gente llegaba apresurada, buscando los detalles, las imágenes del horror.

Los titulares hablaban por sí solos: “Un amanecer de fuego: San Juan Ixhuatepec devastado”, “La tragedia que conmocionó a México: ¿quién es responsable?”. Don Héctor no paraba de vender periódicos.

Y eso fue aún más evidente después del 19 de septiembre de 1985. Las portadas relataron el desastre que sacudió al país. “El peor temblor en México”, decían los diarios, y la gente, todavía en estado de shock, buscaba saber más. “Estado de desastre en el Distrito Federal”, “Rescate y caos: una ciudad en ruinas”, rezaban los titulares. Las imágenes de edificios colapsados y cuerpos bajo los escombros volaron de las manos de don Héctor. Los periódicos se agotaron rápidamente, como el día de la tragedia en San Juanico.

“Los temblores del 85 fueron terribles, pero para los voceadores, las ventas subieron como nunca. Era horrible, pero se vendía bien. Así son las tragedias, así funcionan las noticias. Cuando asesinaron a Colosio también se vendió bastante el periódico”, cuenta don Héctor, mientras recuerda cómo en esas semanas las pilas de diarios se reducían en un parpadeo. Antes esas simples hojas llenas de textos y fotos nos daban explicaciones que nos hacían sentir que entendíamos al mundo, aunque fuera por un momento.

EN LOS AÑOS NOVENTA los voceadores eran los dueños de la calle. A diario, don Héctor llegaba a su puesto en la esquina de Tonalá y Baja California, en la colonia Roma, y ya tenía clientes esperando. “¿Me guardas el Excélsior de hoy?” pedía uno. “Apártame la revista Eres, la que trae los pósters”, decía otro. Los paquetes de revistas apenas llegaban a los expendios cuando los voceadores se abalanzaban sobre ellos, casi peleando a empujones por los ejemplares más codiciados. “A veces había hasta manotazos por una Playboy”, cuenta. “La de Elizabeth Aguilar... esa nos la pagaban al triple”, agrega, con una sonrisa al recordar el bullicio de aquellos días. Los diarios se vendían al por mayor y las revistas volaban. El dinero fluía y, con él, llegaba la fiesta. Cada viernes, cuando la tarde caía y el tráfico se dispersaba, el puesto se transformaba en un lugar de reunión. “Armábamos la juerga ahí mismo, en el mismo puesto cabíamos todos”, recuerda, señalando hacia el suelo, como si pudiera ver aún los restos de botellas y vasos esparcidos. “Comenzábamos temprano, con unas cervezas, y luego seguíamos con tequila o lo que fuera que trajera el cuate de turno. A veces nos quedábamos hasta las cinco de la mañana. Nadie venía a reclamar, ningún vecino. No se metían con nosotros.”

Los fines de semana también estaban llenos de vida. Si no se quedaban en el puesto, se iban en grupo a algún bar cercano, a reír y gastar el dinero que tanto les costaba ganar. “Éramos el cuarto poder”, dice don Héctor, con un tono de orgullo en la voz. “Los medios escribían las noticias, pero nosotros éramos los que las difundíamos.” Los voceadores eran importantes, eran respetados; el dinero que ganaban se notaba en las juergas y en lo que podían proveer a su familia. Pero, mientras ellos vivían con intensidad aquellos años de bonanza, algo más se estaba gestando. “Nunca imaginamos lo que venía”, dice, con la vista hacia el suelo. “Algunos veíamos esos anuncios raros... de computadoras, de internet... pero no les hacíamos caso. Seguíamos ganando y gastando sin pensar en mañana.”

Las señales estaban ahí, pero don Héctor no supo verlas. La información comenzaba a difundirse de forma distinta. Las computadoras comenzaron a aparecer en las oficinas y luego en las casas. Los periódicos y revistas empezaron a hablar de esa red que conectaría todo y a todos, pero los voceadores seguían enfocados en su negocio, en sus clientes, en las ventas que todavía se mantenían. “Pensamos que esto iba a durar para siempre”, afirma, con un tono resignado. “No nos preparamos. No teníamos plan B.”

Hoy, los efectos son claros. “Más de ciento cincuenta puestos de periódicos han cerrado en el último año. Quedamos los que no supimos o no pudimos hacer otra cosa. Si se fija, hoy todos lo que atendemos los puestos somos mayores de cincuenta. Los jóvenes no quieren entrarle. Ya nadie pondría dinero en este negocio, porque se sabe que no tiene futuro.”

LA CRISIS LLEGÓ SIN HACER RUIDO, al principio, en la primera década de este siglo. Era una tormenta que nadie había visto venir, pero cuando impactó, lo hizo con fuerza. Don Héctor lo notó primero con las ventas de TV Notas. Durante años, había sido la revista estrella. “Vendíamos hasta quinientos ejemplares al mes”, recuerda. “Era la más leída en todo México.” Los chismes de los famosos, las historias escandalosas, volaban de sus manos antes de las diez de la mañana. Pero un día, las revistas comenzaron a acumularse. Don Héctor las apilaba al fondo del puesto, esperando que se vendieran al día siguiente. Pero no se vendían. La pila crecía, y las miradas curiosas de los transeúntes ya no se detenían en las portadas coloridas.

“De repente dejó de venderse mucho, igual que Proceso”, recuerda, mientras mira la calle vacía. Proceso, la revista que había sido un símbolo de las grandes investigaciones políticas, también comenzó a quedarse en los estantes. Eso lo inquietó. Los voceadores comenzaron a hablar en voz baja entre ellos, en los expendios, mientras esperaban los paquetes cada madrugada. “¿Has notado que la gente ya no compra como antes? ”, decían algunos. Pero pocos entendían lo que estaba sucediendo. “Ahí fue cuando empezamos a preocuparnos y ver que esto de que el internet nos iba a dejar fuera del negocio, iba en serio.”

Para el año 2000, don Héctor apenas vendía 70 periódicos diarios. “En otros tiempos, esos 70 los vendía antes del mediodía”, comenta. Para el 2010, la cifra se redujo a 30. Los expendios empezaron a mandar menos ejemplares. Las revistas dejaban de publicarse, los tirajes se reducían y los puestos cerraban. “Fue como si de un día para otro, todo se desmoronara”, dice con un tono grave. Cada cierre de un puesto era como la caída de un amigo. Uno a uno, sus compañeros de oficio iban desapareciendo, sin hacer mucho ruido. Los que aún seguían en pie se preguntaban cuánto tiempo más podrían aguantar.

En 2018, la familia de don Héctor, incluyendo a sus suegros, se sentó en la mesa, en la casa de Los Reyes, La Paz. Sabían que tenían que hacer algo. Las ventas iban en picada. Surgió una oportunidad de mudarse a San José del Cabo, Baja California, un lugar en el que ya había vacacionado y donde uno de sus cuñados tenía algunos años viviendo. “Acá hay trabajo y está tranquilo”, les decía. Don Héctor siempre había pensado en trabajar hasta los sesenta años, luego retirarse a algo más calmado, cerca del mar. La idea de comenzar un negocio de comida, en un lugar que ya conocían, les pareció una buena opción. “Lo decidimos rápido. Vendimos el puesto, vendimos la casa. Era una buena oportunidad para todos”, recuerda. Se despidieron de amigos, de los vecinos de siempre, de los clientes fieles que aún pasaban por la esquina de José María Iglesias y Edison, y se fueron.

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Llegaron a San José del Cabo llenos de esperanza. El negocio arrancó lentamente, pero comenzaron a ver buenos resultados. Las ganancias eran pequeñas, pero constantes. “Parecía que habíamos tomado la decisión correcta”, dice don Héctor, con la mirada pensativa. Pero entonces, llegó la pandemia. Todo se detuvo de golpe. “Tuvimos que cerrar por semanas”, agrega, y el recuerdo aún parece pesado en su voz. “Después sólo podíamos abrir unas horas, pero la gente no salía. Tenía miedo.” Las calles se vaciaron. Las mesas del negocio, que antes empezaban a llenarse de clientes, ahora estaban vacías. Las ventas se fueron a cero. Todo el esfuerzo que habían invertido, los ahorros que habían guardado con tanto cuidado, empezaron a desvanecerse.

El dinero ya no alcanzaba. “No podíamos seguir así”, repite, como si no pudiera creer cómo las cosas cambiaron tan rápido. La familia se reunió de nuevo, esta vez con una decisión más dolorosa: tenían que regresar. No había más opciones. Vendieron lo que pudieron, cerraron el negocio y emprendieron el camino de vuelta a Los Reyes, La Paz. Pero ya no tenían casa. Ya no tenían el puesto. “Afortunadamente, mis suegros conservaron su casa y nos dieron la oportunidad de vivir con ellos”, dice con alivio. Compartieron los gastos y se acomodaron como pudieron.

Unas semanas después de regresar, don Héctor decidió buscar a la persona que le había comprado el puesto de periódicos. Había una deuda pendiente por la venta de su bicicleta. Caminó por las calles que conocía bien, sintiendo el aire familiar de la colonia. Al llegar a la esquina de José María Iglesias y Edison, lo vio. Estaba cerrado. El espacio vacío, el silencio llenando el lugar donde antes había voces, movimiento, ventas. Se quedó un momento ahí, observando. Algo en él sabía lo que tenía que hacer. Entró en contacto con la nueva dueña. “Réntemelo”, le pidió. Y así, la vida dio una vuelta completa. Don Héctor volvió a su esquina. El mundo había cambiado. El internet había transformado todo lo que conocía. Pero su oficio seguía siendo el mismo.

SON LAS 4:30 DE LA TARDE en la esquina de José María Iglesias y Edison. El cielo está cargado de nubes negras, como si fuera a romperse en cualquier momento. El tráfico se intensifica. “Pásale, pásale, papito”, grita el chofer de un autobús al de una camioneta que intenta maniobrar en el embotellamiento. Don Héctor se mueve con rapidez, recogiendo los periódicos que quedaron sin vender. Es la hora de cerrar.

El último vendedor de periódicos
El último vendedor de periódicos ı Foto: Cortesía del autor

Apila cada ejemplar con cuidado, coloca las revistas en una caja y empieza a guardar las colecciones de libros que aún esperan comprador. “Ya a esta hora no se venden ni cigarros sueltos”, murmura, mientras guarda los últimos paquetes. El bullicio del tráfico crece, pero él sigue concentrado en su rutina, guardando cada cosa en su lugar. “Ya todo el mundo va corriendo a su casa, ya no se detienen a comprar”, expresa con un suspiro.

Guarda también la revista que más vende ahora: Muy Interesante Junior. La toma y me la enseña. “Y eso porque se las dejan comprar a los niños en la escuela”, comenta. Hace años, la revista que se llevaba la palma era la de Latin Lover enseñando las nalgas; hoy, los tiempos han cambiado.

El puesto está listo para cerrar. Don Héctor levanta la vista al cielo gris, siente el viento fresco y se da cuenta de que está a punto de llover. Cierra con un empujón firme las puertas de su puesto y se guarda las llaves en el bolsillo. Mañana será otro día.

“Es noble este oficio porque puedes llegar sin un peso, y en un ratito tener dinero en la bolsa”, dice, mientras se ajusta el suéter y se prepara para irse. De alguna forma, su trabajo de voceador es más que un simple negocio: es una forma de estar presente, de ser parte del pulso de la ciudad. A pesar de los cambios, a pesar del declive, sigue en su puesto, convencido de que, mientras alguien quiera leer la noticia en papel, él estará allí para dársela.

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