Arrobos místicos: La injusticia nuestra de cada día

A través de los vasos comunicantes de cinco libros: Ángeles del abismo de Enrique Serna; Fabricación de Ricardo Raphael; Todo pueblo es cicatriz de Hiram Ruvalcaba; La pelea por los infiernos de Enrique Zúñiga, y Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México de Oswaldo Zavala, José Mariano Leyva explora la injusticia como una forma social y política que permea la historia y la vida nacional. El Cultural presenta este ensayo de literatura, investigación y análisis en una sola tirada.

José Mariano Leyva
José Mariano Leyva Foto: Especial

Ángeles del abismo (2004) de Enrique Serna es una novela histórica, pero también es un análisis con voluntad de amarga crítica y vestimenta de farsa. Como muchos de sus libros, es menos inofensivo de lo que parece. En el México colonial, una mujer tiene el firme deseo de convertirse en actriz. A su intención se oponen dos enemigos: su padre que empata la actuación con la prostitución y el clero que piensa más o menos lo mismo. No está de más recordar que el clero en el virreinato formaba parte importante del gobierno. Emitía amonestaciones éticas, determinaba jerarquías basadas en la raza, regañaba y premiaba. La doncella en cuestión huye de su padre e ingresa a una compañía de comedias que vive a salto de mata. El dramaturgo, los actores, las tramoyas forman algo parecido a una familia. Se presentan en pueblos y villas hasta llegar con un cura español que tiene por asistente a un muchacho indígena. El mancebo es un artista y un lector empedernido. Es el sirviente del cura. No existe la menor posibilidad de que sea reconocido a partir de sus habilidades. El mancebo y la doncella —criolla— se enamoran. No pueden hacer público su romance: las castas se imponen. El cura quiere sacar una tajada de las presentaciones, la compañía se niega. El cura veta a la compañía: jamás podrá presentarse de nuevo. La compañía le roba al sirviente que se va con ellos de buena gana.

A partir de ahí, la novela es una danza de venganzas entre indígenas, criollos y españoles. Las trampas son el único camino para obtener dinero, para sobrevivir o para destacar políticamente —como quiere el cura español— en un sistema que no acepta movilidad. Uno de los éxitos sucede cuando la doncella actriz comienza a fingir arrebatos místicos. Su actuación es tan convincente que se vuelve protegida de una familia relacionada con el virrey. Su histrionismo la vuelve una santa entre los mortales. Todas las buenas familias quieren ver sus epifanías. Las noticias encumbran su semblante virtuoso. Pero mientras ella finge humildad, también acepta sedas asiáticas, cuentas de oro y perlas. Elabora una doble moral: la pública como santa, la privada que acumula prebendas y objetos gracias a su engaño. A falta de una justicia que trascienda las castas, esta doble agenda se convierte en factor de movilidad. La lleva a donde nunca había pensado, a donde nunca tendría que haber llegado.

Esto no quiere decir que no hubiera un sistema de justicia. Lo había, pero no era especialmente eficaz. Hace ya varios años, formé parte del equipo que editó Relación de la Nueva España de Alonso de Zorita (1512-1585). Un estudio sobre las complejidades de la conquista. Entre otras tareas, revisamos en el Archivo General de la Nación expedientes de varios oidores del virreinato. Los oidores eran funcionarios de las Reales Audiencias que escuchaban quejas y problemas e intentaban impartir justicia. Zorita mismo era un oidor, aunque se quedara sordo a temprana edad. Aquellos expedientes forman extensos laberintos. Cada caso recupera la opinión de un lado, el argumento contrario, una tercera, una cuarta voz. Las fojas son un mosaico de puntos de vista polarizados. Argumentos católicos enfrentados a cosmogonías prehispánicas. Lógicas de civilización europea contra filosofías indígenas. Argumentos inmensos que aterrizaban en necedades particulares para asegurar la propiedad de una tierra, para asegurar que esa herencia correspondía a la hija y no al hijo. Y en la aplastante mayoría de los casos, el veredicto nunca llegaba. En el archivo se pedía volumen tras volumen y la reyerta no acababa. ¿Cómo hacer coincidir ideas de justicia que venían de mundos distintos?

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Arrobos místicos: La injusticia nuestra de cada día ı Foto: Fuente > Dr.eliecerhernandezmina / WC

La obra de Zorita es justamente un compendio para tratar de entender aquel embrollo legal de culturas opuestas. Sus argumentos utilizaron contextos legales latinos y griegos para lograr algún consenso. No era fácil: aún se discutía si los indígenas tenían alma o si el origen criminal de algunos españoles los invalidaba para tener tierras dos generaciones después. El propósito de Zorita tampoco era desinteresado: como otras crónicas de la conquista, buscaba demostrar que el autor había participado en la pacificación del Nuevo Mundo y que, por lo mismo, era merecedor de una recompensa mayor que la otorgada.

LA IDEA DE QUE LA INJUSTICIA avance por nuestro torrente sanguíneo como inevitable padecimiento, desalienta. Sin embargo, es prudente hacer ciertas matemáticas: de la Conquista a la Independencia de México pasaron 289 años. De la Independencia a nuestros días han pasado 215. Aún hoy han sido más años de Colonia que de un México independiente. Y aquellas estructuras éticas y sus contradicciones calaron hondo en amores propios y en nacionalidades complejas. He conocido a hombres que un año después siguen resentidos por un noviazgo que duró sólo seis meses.

Hoy, frente a la idea de una injusticia congénita, las salidas rápidas se convierten en catarsis. Todos los políticos, todos los funcionarios son iguales. Es decir, son el enemigo. También sentencias como si todo el mundo lo hace, por qué yo no. Ante un sistema que se sigue pensando inamovible, es necesario hacer trampa para subir, acceder, triunfar. Como en la Colonia. Si todos los políticos son corruptos, me dan el marco ético para hacer lo mismo.Cuando generalizamos de esa manera evitamos hacer un análisis más pausado. Incluso evadimos entender bien cómo funciona ese gobierno que ya calificamos. Un gobierno son muchas personas distintas, son muchas instituciones, muchas veces en pugna. Pero analizar un organigrama gubernamental es menos placentero que esgrimir una sentencia lapidaria.

Muchas veces hay una especie de inercia dentro de las oficinas de gobierno —sin importar el partido o la facción que esté gobernando—: es tal la cantidad de conflictos y problemas por resolver, que la capacidad de solucionarlos se diluye. La vida laboral para solucionar problemas sindicales, por ejemplo, es una cadena de reuniones con representantes que exigen más dinero cuando muchas veces no lo hay, que exigen ser eximidos de controles que fuerzan para que parezcan injustos. Se acaba la reunión con ese sindicato, y luego viene otra, y otra más. Y las instituciones de gobierno tienen muchos sindicatos, lo que rompe la idea del gobierno como una unidad que piensa de la misma manera. Algunos sindicatos saben presionar: hacia afuera cuentan una historia a los medios, mientras que en las mesas de negociación piden una plaza para un familiar. Esas corruptelas son su idea de hacer justicia. Son muchas horas para llegar a pocos acuerdos en un marco de doble moral, de doble agenda. De arrebatos místicos de pureza hacia afuera y presiones violentas hacia adentro.

El papeleo no ayuda: si hay un conflicto entre un jefe y un empleado, la parte institucional debe levantar un acta, conseguir siete firmas, obtener el visto bueno de los dos jefes superiores, remitir a laborales y analizar si se ponen los tres sellos de aprobado si el Excel está bien hecho y si las cifras, las horas y las direcciones de los firmantes concuerdan. Todo esto sin exceder el plazo de cinco días porque si no, ya no tiene efecto.

—Trejo: ¿Por qué este sindicato sigue afectando las labores? ¿No ha hecho usted nada al respecto?

—Claro que sí, licenciado, mire usted.

Y entonces saca de su bandeja de pendientes —que nunca llegarán a resolverse— doce actas levantadas y siete minutas de reuniones. La acumulación de papel da la impresión de trabajo hecho, sin embargo, nada se ha resuelto realmente.

Si esto sucede con sindicatos dentro de alguna institución, imaginemos lo que pasa en los ministerios públicos con el aluvión de denuncias diarias que se reciben. Tal vez por eso en el sistema judicial se habla más de expedientes que de culpables o sentencias. El Expediente judicial es algo que raras veces ve el fin. Los funcionarios están sobrepasados, las reglas burocráticas entorpecen, la costra de indolencia crece para lograr algo parecido a una sobrevivencia individual. Hay que recurrir al escándalo o al familiar del MP para ver si se agilizan las cosas. Ser corrupto para tener algo de justicia.

“ EN EL SISTEMA JUDICIAL SE HABLA MÁS DE EXPEDIENTES QUE DE CULPABLES O SENTENCIAS. EL EXPEDIENTE JUDICIAL ES ALGO QUE RARAS VECES VE EL FIN. LOS FUNCIONARIOS ESTÁN SOBREPASADOS, LAS REGLAS BUROCRÁTICAS ENTORPECEN.

ESTA MANERA DE OPERAR encontró una refinada perversión en el caso de Isabel Miranda de Wallace. Recurrir afuera al escándalo, a la exposición mediática para, en la intimidad, tener un propósito doble, muy opuesto a la justicia. Miranda de Wallace también hizo una actuación al estilo de los arrebatos místicos, y eso le garantizó acceder a altas esferas del poder. Ricardo Raphael se encargó de hacerlo público en su libro Fabricación (2025).

A partir de 2005 y durante muchos años, Miranda de Wallace denunció la muerte y mutilación de su hijo. Se convirtió en heroína de la sociedad civil al enfrentarse con la maquinaria burocrática y corrupta de las leyes en México —todos son iguales—. Creó la fundación Alto al Secuestro A.C. La prensa, sin mayor investigación, se situó en el sitio más cómodo: corear sus furibundas diatribas para asestar golpes al enemigo favorito: el gobierno y sus funcionarios. La estrategia de Wallace estuvo bien concebida: primero un linchamiento público en los carteles espectaculares que inundaban la Ciudad de México, ruedas de prensa cargadas de indignación, entrevistas con funcionarios que comenzaban a ceder a sus presiones, temerosos de que ellos también podían ser exhibidos, y mucho más tarde, un proceso judicial que ya no se atrevía a contradecir lo indicado de manera pública.

Después de veinte años, en que familias enteras sufrieron vejaciones públicas, encarcelamientos injustos y torturas, se sabe que Hugo Wallace le debía dinero al sanguinario narcotraficante Edgar Valdez Villareal, La Barbie. El hijo tenía un perfil hedonista, despreocupado y prepotente. Se le hizo fácil entrar al negocio del narco, así como antes lo había hecho con el contrabando de motopartes. Obtuvo un cargamento, al parecer de cocaína, y nunca lo pagó. Ante los métodos de tortura de La Barbie, era mucho mejor opción fingir su muerte. Y para que ésta fuera creíble fue necesario inventar secuestradores y vejarlos al punto de que no pudieran más que declararse culpables. Buena parte del libro de Raphael cuenta las incursiones de Wallace y una serie de matones que torturaban dentro de las cárceles, mientras el proceso se desarrollaba. Que los expedientes sean sólo eso: expedientes en proceso durante meses y meses, le vino muy bien a la familia Wallace. Mientras tanto, Hugo, el hijo, realizaba varias llamadas a ex novias, y pagos con su tarjeta de crédito después de muerto. Isabel, logró con todas estas infamias hacer carrera política. Recibió un premio de derechos humanos mientras torturaba, secuestró a víctimas para que dijeran que eran secuestradores de su hijo, y fue candidata a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, afortunadamente con malos resultados.

Ni los periodistas de aquel momento, ni los peritos, ni los políticos se dieron a la tarea de hacer la investigación que sí realizó Ricardo Raphael en Fabricación. El libro deja de ser expediente para contar una historia en donde hay claros culpables. Y los culpables no están nada más del lado de la ventanilla que se espera. La frontera entre el ciudadano y el funcionario se diluye. La sentencia de su investigación es terminante. Tanto, que Isabel Miranda de Wallace decidió morir exactamente seis días antes de la salida del libro de Raphael. La conveniente muerte sucede el 8 de marzo, el libro salió el 14 del mismo mes.

MÁS ALLÁ DE LAS INSTITUCIONES, la vida en la injusticia, y la injusticia como alimento diario aparecen en el libro Todo pueblo es cicatriz (2023) de Hiram Ruvalcaba. Recuerdos que tienen como hilo conductor a la violencia. Los más fuertes sobre los más débiles: hombres contra mujeres, adolescentes que apedrean a un perro amarrado. Los recursos narrativos que se erigen para justificar las atrocidades. La injusticia introyectada. El rencor convertido en venganza. No perpetrada por el crimen organizado: la que sucede en las calles o en la casa particular. Y después, la omertà de esa vendetta. Todos la aceptan. Todos la callan. Frases que hemos escuchado al menos una vez: “Ella se lo buscó”, “andaba en malos pasos”, “era muy llevadito”. Aunque nunca hayamos ido, todos conocemos el pueblo de Ruvalcaba. A un hermano del autor lo golpean varios compañeros de la escuela primaria. El acosador y la víctima son vecinos. En algún momento fueron amigos. Pero la amistad es complicada en un mundo en donde la injusticia coarta oportunidades, reduce espacios, evita la generosidad. Cinco alumnos contra uno. Lo mandan al hospital. El padre de la víctima va a encarar al padre del ejecutor. La reunión es incómoda: nadie se atreve a decir claramente nada. No hay un reclamo directo. Sólo el sinuoso camino de la vergüenza y la rabia.

Los jóvenes que acaban de superar la adolescencia tienen un rito: un mirador a donde llegan en sus coches por la noche. El muchacho transporta a la muchacha hasta lo alto de una montaña. Intenta seducirla. Si no lo logra, aparece “la frase mágica: o coges conmigo o te regresas a pie.” El rito no es aborrecible a los ojos colectivos: es el estira y afloja en donde las parejas más que desearse mutuamente, están negociando ante la miseria. Viviendas en donde el éxito es comprar una pantalla más grande, lograr que los castillos del techo se conviertan en un segundo piso. Y ese éxito es igual de azaroso que la justicia impartida. Porque la falta de justicia no se remite únicamente a acusaciones penales que nunca se castigan: también a que el trabajo bien hecho sea bien remunerado. Que alguien pueda ser ascendido en el escalafón por buen trabajador, no porque fue a los cierres y huelgas del sindicato. No porque supo fingir con maestría arrobos místicos. Otra de las víctimas de violencia es una maestra de primaria. El día de su cumpleaños, a falta de empatía colectiva y la de su novio, antes de llegar a su escuela, se detiene a comprar flores… para ella. Pide a la florería que se las entreguen en el salón a una hora determinada. Las flores llegan. El novio que es conserje en la misma escuela, las recibe. Es suficiente. Más tarde se detona la violencia. La muerte. Se inicia el eterno expediente. Se acaba la historia.

“ EN UN ENTENDIMIENTO GENERAL DE AUSENCIA DE JUSTICIA, LOS PRESOS NO SON TANTO CULPABLES COMO ‘PERDEDORES’. EL CLÁSICO ‘TE CHINGARON’.

“En el aire flotaba una verdad que todos los vecinos de la colonia intuían: en casos así jamás se castigaba al culpable.

El tiempo, por desgracia, les daría la razón.” Esa realidad perpetua como maldición.

Con el libro de Ruvalcaba entendemos lo natural que nos resulta vivir en esa ausencia de justicia. Imaginar a la ley —o a la política— como clubes podridos de los que no formamos parte resulta tan refrescante como simulado. Es difícil saber hasta qué punto evitamos perpetrar un crimen o un acto de corrupción porque tememos caer presos, porque confiamos en la justicia, o más bien porque tenemos un marco ético que no nos permite cometer felonías. Y en muchos casos, decidimos no matar, no robar, pero somos capaces de llevar a la novia al mirador sabiendo que podemos utilizar el deleznable recurso final si todo falla.

Arrobos místicos: La injusticia nuestra de cada día
Arrobos místicos: La injusticia nuestra de cada día ı Foto: Fuente > Comunicaciones Dagma / WC

ESTA PARADOJA ES LA QUE LLEVA a Enrique Zúñiga a decir en La pelea por los infiernos (2022) que las cárceles en México son inútiles. Incluso que éste sería un país más seguro si las penitenciarías no existieran. Que el freno a los crímenes poco tiene que ver con el miedo a la justicia. Zúñiga es psicólogo y criminólogo. Fue visitador de derechos humanos en las cárceles, y forma parte de la Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. Durante años visitó distintas prisiones del país. Su libro es un mosaico de pesadillas atroces. Nos recuerda que los penales, lejos de tener programas de reinserción, son limbos donde agotan su existencia las personas enclaustradas. Un basurero humano a merced de autoridades, sicarios, crimen organizado.

Sugiere que la población general acepta esa realidad porque concibe a los presos como símbolo. En un entendimiento general de ausencia de justicia, los presos no son tanto culpables como “perdedores”. El clásico “te chingaron”. Como si en un orbe de corrupción sólo se capturara a los menos hábiles. Ser culpable o inocente no importa: varios crímenes, como los hurtos, son excusables. Son los arrobos religiosos que le permitieron escalar posiciones sociales a la actriz. Sólo sobreviven como auténticos crímenes, los más atroces: tocar a los niños es completamente reprobable, pero no así robar dinero para comprarle una casa a la madre. Esto último es casi justicia en un mundo sin justicia.

Fuente > Comunicaciones Dagma / WC
Fuente > Comunicaciones Dagma / WC ı Foto: Fuente > Carlos Adampol Galindo / WC

También se fortalece otro símbolo: el de los presos “sanguinarios”, los “desalmados”. Perfectos para que nadie cuestione el sistema carcelario. Este nuevo emblema resulta necesario para aquellos que obtienen ganancia del negocio penitenciario. En la medida que las cárceles no reforman nada, se encuentran llenas de personas que viven en el limbo de la burocracia sin determinar si son culpables o inocentes. Y un significativo porcentaje de los presos tiene la oportunidad de especializarse en crímenes organizados. Cualquier lógica común cuestionaría la utilidad de esas cárceles. Sin embargo, con la idea de los presos sanguinarios, insistimos en la necesidad de los reclusorios. La ignominia no termina ahí. El paseo de Zúñiga no es agradable y está bien documentado: cárceles que son “cajas chicas” de los gobiernos estatales y municipales, pagos para garantizar seguridad, funcionarios que permiten que el crimen organizado controle los recintos, logrando que los presos sean consumidores y trabajadores a los que no se les paga, prostitución masculina y femenina, violaciones grabadas en video para mandar a enemigos, falsos suicidios y una cadena de asesinatos de distintos directores a lo largo de las últimas décadas.

Y luego, de nueva cuenta, la doble moral:

La realidad continuó su curso: funcionarios que señalaban ese mundo del encierro, pero no lo combatían; recomendaciones tras recomendaciones se acumulaban. Burócratas, organizaciones no gubernamentales y asociaciones civiles se volvieron cercanas al poder del Estado que “mandataba” en las prisiones, y descaradamente brincaban de un lado a otro aplaudiéndolo. Dos casos ejemplificadores significativos emergieron con fuerza, y fueron aquellos que comenzaron a darle estructura y sentido, discursiva e ideológicamente hablando, a ese sistema injusto, para que se legitimara y convalidara. Esas personas se inscribieron ya fuera como penitenciaristas o como activistas, y a partir de ahí se fueron posicionando.

Asociaciones Civiles con doble agenda. La pública para los periodistas que investigan poco, la interna para lograr beneficios estrictamente personales. Como muchos sindicatos, como la señora Miranda de Wallace. El lucro de una condición deleznable donde se viene abajo el discurso de los bandos. Los malos no son únicamente los políticos o los burócratas. Claro que ello no significa que tengamos que dudar de todos los activistas, pero la sensación de injusticia se parece a una marea que va permeando en sitios que considerábamos refugio de los buenos.

CUANDO HACE ALGUNOS AÑOS presentamos el libro de Enrique Zúñiga, le pregunté qué tanto lo había influenciado el libro Los cárteles no existen: Narcotráfico y cultura en México (2018) de Oswaldo Zavala. Dijo que completamente. No me sorprendió: además de haber un par de citas de la obra de Zavala, hay una voluntad parecida en ambos estudios. Oswaldo Zavala asegura que no existen los cárteles, que sólo son una especie de brazo o chivo expiatorio del gobierno. Una quimera alimentada culturalmente por series, novelas y periodismo sin demasiado rigor. Que imaginan a los narcos como sanguinarios seres todopoderosos con botas de punta y cinturones de hebillas inmensas. Que no es posible imaginar al Chapo, quien por su fortuna apareció en la revista Forbes, capturado finalmente mientras comía unos tacos. No hace sentido que su abogado no sea el mismo que defiende consorcios desde Nueva York o Zurich. Zavala incluso otorga una suerte de mapa sobre la manera en la que el ejército —bajo el pretexto de capturar a tal o cual cártel— se posesionó de territorios en donde se descubrían minas, mantos petrolíferos. En donde, a pesar de que un partido había ganado las elecciones federales, las localidades le rendían fidelidad al partido político anterior. Militares para controlar zonas. Cárteles para justificar su entrada.

“SIN EL NARCO EN TURNO CAPTURADO O MUERTO, ¿QUÉ USARÍAN LOS NOTICIEROS EN BARRA, QUE TRANSITAN DE UNA NOTICIA A OTRA, LOGRANDO UNA INDIGESTIÓN INFORMÁTICA, PARA SUBIR SU RATING?"

¿Quién recuerda hoy a los gemelos Pedro y Margarito Flores? Los dos narcotraficantes que traicionaron a El Chapo y que entregaron grabaciones porque, entre otras cosas, eran los encargados de espiar a sus enemigos. En 2008 fueron una sensación. La prensa les dedicó largas páginas. La historia era atractiva: espionaje, voces grabadas, narcos gringos, además de ser gemelos que pertenecieron a la banda de los Latin Kings. Hoy los nombres están en el olvido y ambos hermanos, tras su colaboración con la DEA, son ciudadanos libres desde hace cuatro años.

Pero sin el narco en turno capturado o muerto, ¿qué usarían los noticieros en barra, que transitan de una noticia a otra, logrando una indigestión informática, para subir su rating? Cada caso se toma como “el definitivo”, “el que hará la diferencia”. Y después de las aparatosas capturas de Félix Gallardo, Caro Quintero, los Arellano Félix, El Mencho, los Beltrán Leyva, Oseguera, Zambada, Carrillo, Fonseca, García Ábrego, Olascoaga, Ontiveros, Palma, Treviño, Villarreal, aquel al que el hijo de Miranda Walllace le debía dinero, el panorama del narcotráfico sigue gozando de la misma buena salud. Ahí también nos están regalando una agenda pública y no se conversa sobre la privada.

Zúñiga señala que las cárceles pueden desaparecer y que lejos de aumentar, el crimen se reduciría. Ambos, Zúñiga y Zavala, se vuelven representantes de un nuevo análisis contundente: el que duda de las quimeras que nos dan certeza. Es curioso, podemos decir sin problema que todos los políticos son iguales o que todo el sistema judicial está podrido, pero no nos atrevemos a pensar que las cárceles no existan. No es un sitio cómodo. Es un sitio que de inmediato levanta suspicacias, aunque declaraciones similares ya hubieran sido escritas antes por Michel Foucault, por ejemplo. Es un ejercicio que no nos gusta porque cuestiona nuestra seguridad, aunque hablemos de una seguridad no sólo fallida, sino ilusoria. Como la doncella criolla, todos preferimos el arrobo místico, aunque en este caso no es para engañar a nadie más, sólo a nosotros mismos.