El mayor temor de un streamer no es que se caiga la conexión, ni que el videojuego se congele en el peor momento, ni que el micrófono muera en plena transmisión. No. El verdadero terror —silencioso, cotidiano, persistente— es que nadie esté ahí para verlo. Que el chat permanezca vacío. Que el contador de espectadores marque un cero redondo y cruel. Que uno hable durante horas con la energía de un animador de circo, pero sin público, sin respuesta, sin eco. “El miedo más grande que tenemos es hablarle a la nada”, dice Hyomus TV, streamer mexicano y narrador de mundos digitales. “Ponerle todo el corazón a una transmisión y que no haya nadie del otro lado”.
En ese mundo, el peor castigo no es el insulto: es la indiferencia. Por eso, entre los streamers hay una regla no escrita pero sagrada: aunque no haya nadie mirando, hay que hablar como si cien estuvieran escuchando; aunque el silencio pese como una losa, hay que llenar el aire con bromas, historias, ocurrencias. Fingir compañía hasta que llegue. Actuar hasta que sea verdad. Hyomus lo aprendió en sus primeros streams, cuando su cabina de transmisión era un Frankenstein de cables y dispositivos reciclados, y su audiencia era un puñado de familiares y amigos. Pero incluso entonces —solo, nervioso, frente a una cámara— hablaba como si ya tuviera una comunidad. Porque en el fondo, lo más difícil del streaming no es aprender a jugar bien. Es aprender a no rendirse cuando nadie te está viendo.
A HYOMUS NO SE LE OCURRIÓ POR MODA ni por impulso. A este ingeniero mecánico, radicado en Pachuca, la idea de volverse streamer se le ocurrió en una habitación cerrada, con fiebre, congestión, y un mundo paralizado por la pandemia. Encerrado con Covid-19, sin más compañía que su perro y una tablet, Ulises —así se llama fuera del canal— se sentía como un personaje en pausa, esperando a que la historia se reanudara. Pero en lugar de hundirse en la incertidumbre, abrió una hoja de Word y empezó a escribir. No era un currículum, no era una carta, era algo más parecido a un manifiesto. Lo tituló “Proyecto Hyomus TV”, y no sólo fue el borrador de una carrera: fue su manera de no enloquecer.

Diversa cultural
“EL MIEDO MÁS GRANDE QUE TENEMOS ES HABLARLE A LA NADA ’, DICE HYOMUS TV, STREAMER MEXICANO Y NARRADOR DE MUNDOS DIGITALES. ‘PONERLE TODO EL ORAZÓN A UNA TRANSMISIÓN Y QUE NO HAYA NADIE DEL OTRO LADO’.
Dividió el plan en dos niveles, como si se tratara de un videojuego. El “alcance superior” incluía metas ambiciosas: monetizar en Twitch, YouTube, TikTok y Facebook; vender figuras coleccionables; promocionar servicios de pequeñas empresas. El “alcance inferior” era una línea brutalmente honesta: cagarse de risa y tener la mente distraída. Esa frase, tan mexicana como terapéutica, era el núcleo emocional del proyecto: hacer del streaming no sólo una fuente de ingresos, sino un espacio para escapar de la ansiedad, del encierro, de la sensación de que la vida estaba detenida.

El documento, que todavía conserva, enumeraba con detalle sus armas de combate: una laptop con teclas flojas, un Xbox con ventilador ruidoso, un celular Huawei con apps clonadas y un monitor prestado. No había presupuesto, pero sí ingenio. Se apoyaría en software gratuito para transmitir video y herramientas caseras para improvisar su estación de streaming. “Era un caos técnico, pero logré que funcionara. Si algo fallaba, siempre tenía el plan B: reírme del desastre”. Lo tenía todo pensado, incluso a futuro: escribió una lista de posibles patrocinadores locales —una florería, una tienda de regalos, un productor de pulques llamado Mictlán— y trazó la estructura de lo que luego serían sus transmisiones: cocteles en vivo, noticias geek, humor negro y desempaquetado de figuras.
En medio de una pandemia mundial, Ulises, que cuando no hace transmisiones se dedica a coordinar eventos de formación para directivos, no escribió un diario ni tomó clases de yoga. Escribió un plan para volverse streamer. Y lo cumplió. Porque a veces, en los peores momentos, uno no se pregunta por qué empezar algo. Uno se pregunta cómo chingados no empezar ya.
La noche de su cumpleaños número treinta y cinco, Hyomus TV no apagó velas ni partió pastel. En lugar de eso, levantó un caballito de tequila frente a su cámara, con el chat encendido como fogata. Sus seguidores, en plan de celebración caótica, comenzaron a canjear puntos acumulados para pedirle shots en vivo. Uno, dos, tres… hasta llegar a diez. “Ellos canjeaban puntos, yo bebía”, dice ahora, entre risas que todavía arrastran un poco de cruda emocional. Esa noche, la consola quedó en pausa. Call of Duty fue desplazado por las anécdotas, el descontrol medido, el calor digital de una comunidad que no necesita ver a su streamer ganar, sino verlo humano.
En algún momento dejó de jugar y empezó simplemente a hablar. Y en eso —en esa vulnerabilidad compartida, en ese caos borracho— está la esencia del oficio.
Porque ser streamer no es sólo jugar videojuegos mientras otros miran. Es construir un espacio en tiempo real donde el entretenimiento es tan importante como la compañía. En México, donde casi el 80% de la población tiene acceso a internet, los streamers han dejado de ser rarezas de nicho para convertirse en protagonistas de una industria millonaria. Transmiten en plataformas como Twitch, YouTube o Facebook Gaming, y su contenido va de lo absurdo a lo íntimo: un día combaten dragones, al siguiente dan consejos amorosos o preparan un cantarito en vivo. Son presentadores, comediantes, DJ´s de conversación, anfitriones de una fiesta que nunca se repite igual. Y todo, desde un cuarto iluminado por una pantalla y un micrófono. Lo que hacen no es nuevo —es narrar en voz alta mientras la vida sucede—, pero lo hacen frente a miles, en directo, con el riesgo constante de quedarse solos. O peor: de ser olvidados.
EL MUNDO DEL STREAMING, como las partidas que lo sostienen, tiene niveles. Millones lo intentan, pocos suben de rango y aún menos logran vivir de eso. Twitch —la plataforma reina del sector— tiene más de nueve millones de streamers activos al mes. La mayoría son pequeños: transmiten desde un cuarto, con audiencias modestas y esperanzas intactas. Luego están los medianos, los grandes y los élite. Estos últimos juegan en otra liga: transmiten frente a miles, tienen equipos de producción, contratos con marcas globales y horarios que parecen turnos de fábrica. Pueden tener ingresos de hasta 200 mil pesos mensuales. Hyomus lo explica con la precisión de quien ha estudiado el mapa antes de aventurarse: “La métrica que importa no es cuántos te siguen, sino cuántos te ven en vivo. Eso define tu categoría”.
Él, por ahora, navega entre el nivel pequeño y el intermedio. “Con lo que gano me alcanza para ir armando mi equipo. Hago streams tres veces por semana y saco unos dos o tres mil pesos al mes”, dice sin lamento, como quien sabe que este juego es de resistencia. Monetizar no es automático. Las suscripciones son una fuente importante, pero nada seguras. “Es como un club”, explica. “Si quieres
que alguien pague por estar ahí cada mes, tienes que ofrecer algo único: emoticones, materiales exclusivos, atención personalizada. Y aún así, muchos se van. La competencia es brutal”. Pero no todo depende del público. Hyomus ha tenido patrocinadores insólitos. Una florería local, una tienda de regalos y, con orgullo particular, una funeraria. “Era surreal: esta muerte es patrocinada por Gayosso”, dice entre risas. Hoy, los streamers de élite negocian con marcas como Red Bull, Logitech o Jarritos. “A ese nivel, no sólo juegas: también vendes.” Los torneos son otra ruta de ingresos, aunque volátil. “He visto premios de hasta veinte mil pesos. Pero no es sólo por el dinero: es por orgullo, por demostrarle a tu comunidad que puedes medirte con los grandes.”
¿CÓMO ES HYOMUS TV fuera de la cabina de transmisión? Una vez, en Nuevo León, Monterrey, el calor de la noche parecía advertirnos algo. Era una de esas veladas espesas, con rumores de violencia flotando en el aire. El viaje de trabajo había terminado. Al día siguiente regresaríamos a la Ciudad de México. Ulises miró su reloj y dijo con calma: “Unas cervezas y nos regresamos temprano”. No era temerario, pero tampoco de los que se encogen frente a la incomodidad. El Lío Bar nos recibió con eco: el lugar estaba vacío, los meseros nos miraban como si fuéramos los primeros en horas. Pedimos cerveza, resignados a un cierre de jornada apagado. Pero a las once, Monterrey encendió motores: llegaron grupos riendo, el DJ subió el volumen, las mesas se llenaron y el lugar se transformó en un pequeño carnaval. Sonó la salsa. Trompetas, congas, y esa llamada que sólo entienden quienes tienen cuerpo para el ritmo. Ulises no lo pensó dos veces. Señaló a una chica sola en la mesa de al lado, se levantó y le ofreció la mano. Cuando vio que ella era más alta, dudó. Pero ya estaba en la pista. Y lo que vino después fue una especie de hechizo: las miradas se concentraban en él, en sus giros precisos, en su manera de moverse. Después, una, dos, tres, cuatro chicas distintas lo sacaron a bailar mientras sus novios —regios altos, fornidos, serios— observaban desde la periferia con brazos cruzados. Ulises, ajeno al hervidero de testosterona, giraba, sudaba y sonreía, como si el mundo fuera sólo la música y sus pasos. “Ojalá salgamos vivos de aquí”, murmuró alguien en nuestra mesa. Cuando volvió, empapado en sudor, con la mirada brillante y el aplomo intacto, levantó su vaso y dijo: “Salud”. Esa noche, sin cámaras, sin micrófonos, sin moderadores, Ulises demostró lo que es fuera del stream: alguien que sabe cuándo entrar a la pista.
“ ESA NOCHE, SIN CÁMARAS, SIN MICRÓFONOS, SIN MODERADORES, ULISES DEMOSTRÓ LO QUE ES FUERA DEL STREAM: ALGUIEN QUE SABE CUÁNDO ENTRAR A LA PISTA”.
Uli, como le dicen sus amigos, con el cabello alborotado y los audífonos camuflados cubriéndole las orejas, enciende la cámara y lanza el grito de guerra que su comunidad reconoce de inmediato: “¡Bienvenidos a Hyomus TV, un canal dedicado a tu lado geek!” Detrás de él, en la pared, lo vigilan un póster de Deadpool, un control de consola colgado como trofeo de guerra y figuras de acción que parecen más compañeros de aventura que decoración. El marco digital parpadea en neón mientras ajusta la cámara con una mano y con la otra toma la figura de Seiya, protagonista del desempaquetado de la noche. “Vamos a empezar con esto, porque ya sé que quieren ver qué onda con los Caballeros del Zodiaco”, dice, mientras en el chat alguien ya pide una calificación. El juicio es breve. “Pues... la pasamos de panzazo con un seis”, dice mientras sostiene la figura frente a la lente y la devuelve con resignación a su caja. Luego lanza un “vámonos con Sekiro” como quien cambia de universo con un solo click. El juego arranca, los enemigos aparecen, pero Hyomus esquiva a los perros del juego como si fueran sagrados. “Yo a los perritos no les hago nada”, explica. Entre combates, suelta anécdotas: recuerda cuando practicando artes marciales de adolescente lanzó a su prima de cinco años por los aires. “Le apliqué la de ‘no llores, no llores’… y mi prima, como la fresca mañana”, cuenta, mientras el chat estalla de emojis. Interrumpe para anunciar un descuento de su patrocinador: “Detalles de Luna Nueva, diez por ciento en regalos para el Día de las Madres. Ya saben, aquí apoyamos a las Mypes”, dice, con el tono de quien no se toma muy en serio ni los anuncios.

Baxter, su perro cocker negro, asoma el hocico en el fondo del cuadro y el chat lo saluda como a una celebridad. “¡Ahí estás, amigo, ahorita te presentamos!”, dice Hyomus, antes de sacar una figura de Star Wars y ofrecerla en venta. Todo eso —el juego, la anécdota, el chiste, el patrocinio, el perro, el producto— sucede en menos de dos horas. Cuando termina, lanza su despedida ya clásica: “Tomen agüita y vean mucho porno”, y apaga la transmisión. Para sus 272 espectadores, el stream concluye ahí. Pero para Hyomus, la partida no termina: se suspende hasta el siguiente encuentro. Porque el streaming, como los videojuegos, no tiene final. Hay que seguir en el juego, aunque sea para reírse de uno mismo, aunque el final nunca llegue, aunque el chat un día esté vacío. Porque lo importante no es ganar. Lo importante es volver a conectarse.
