Música ocular

Redes neurales

Oliver Sacks (1933-2015).
Oliver Sacks (1933-2015).Fuente: xlsemanal.com
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El 2008 fue un mal año para mí, pero tuve la oportunidad de viajar a Washington, D. C. Mi hotel estaba lejos del centro, frente al Cementerio Nacional de Arlington, y el paisaje verde y gris contribuía a mi estado de ánimo sombrío. Era un día radiante, sin embargo, y decidí caminar. Al cruzar el río Potomac sentía un influjo de emociones diversas, que podrían cruzar el umbral de la conciencia en cualquier momento, mediante algún pensamiento claro, definido. Pero al avanzar por los grandes parques y memoriales, los estados emotivos se expresaban tan sólo como una sensibilidad agudizada hacia el mundo de lo visible, hacia los sonidos de la calle, como si la tristeza fuera una cualidad objetiva del mundo externo, como si hubiera una tristeza musical en las cosas del mundo, que sólo se podía apreciar con la vista y el movimiento.

Sé que estas palabras no tienen mucho sentido, pero así era mi estado de ánimo en aquel momento: incoherente, divergente. Llegué a las cuatro de la tarde al centro de convenciones, y tras conversar con colegas que asistían, como yo, al congreso anual de la Asociación Psiquiátrica Americana, me dirigí al enorme salón de conferencias donde se presentaría el libro más reciente de Oliver Sacks, Musicofilia: Relatos de la música y el cerebro, voluminoso y con algunos “cuentos clínicos” memorables. A pesar de su complejidad, pueden ser comprendidos por personas ajenas a la medicina. Hay un arte literario depurado en esta obra, que opera a través de la sencillez.

EL PRIMER CASO CLÍNICO trata acerca de un médico cirujano, quien habla por teléfono durante una tormenta, hasta que ve salir un rayo azul desde el teléfono, que lo golpea, y lo hace entrar en experiencias “cercanas a la muerte”: mira su propia vida como si fuera una película, siente que vuela, puede mirar su propio cuerpo y experimenta el éxtasis. Pero una desconocida que espera su turno en el teléfono público le da maniobras de reanimación. El cirujano se recupera completamente, pero un mes después del evento empieza a escuchar una música autónoma, que jamás había oído, durante un sueño. Y al despertar la música ya no lo deja, jamás. El protagonista de la historia no había tenido un sentido notable de la apreciación o una afición especial por la música. Pero esta nueva experiencia musical, que no proviene del exterior y que nadie conoce, porque se gesta en alguna parte de sí mismo, es tan persistente que aprende a escribir la música, y a tocarla, pues de otra forma no puede comunicarla. Su vida se transforma por completo: se obsesiona a tal grado con el piano clásico que llega a divorciarse: su pareja lo abandona cuando él abandona el ejercicio de la medicina y su fuente de sustento.

La escritura de Musicofilia es clara y sobria. Es refinada porque trasluce sin ornamentos un contenido formado por observaciones penetrantes, que se engarzan unas con otras hasta formar un edificio complejo y desconcertante. Casi siempre encontramos en las páginas de Sacks mensajes que contradicen el sentido común, pero lo hacen mediante la fuerza de los hechos clínicos; aún antes de alcanzar una interpretación, la narración directa de los sucesos clínicos puede provocar un sentimiento epistémico en el lector: el de encontrar un campo enteramente inédito de la experiencia, lo cual es algo inusual en nuestros días, en los cuales parece haber pocas historias nuevas que contar.

El doctor Sacks me comentó su sorpresa frente al hecho de que nuestras vidas giran en torno a la música, pero nadie es capaz de poner en palabras esa experiencia

Durante la conferencia hice mis propias observaciones: la voz del doctor Oliver Sacks revelaba cierto temblor y algo en su postura corporal, en sus movimientos de cuerpo entero y de los brazos me recordaba a los pacientes con enfermedad de Parkinson, pero no supe entonces o después que él haya sufrido una enfermedad semejante. Vi algunos movimientos de balanceo, hacia adelante y atrás, como si se levantara con la punta de los pies en forma rítmica... quizá era un estilo excéntrico, un manierismo bien conocido por su público, pero era la primera vez que yo asistía a una conferencia suya. Nos habló de su libro, se detuvo en algunas anécdotas de su investigación que no estaban en el ensayo, como los efectos de la música en el desempeño cognitivo y motor de algunos niños con discapacidad intelectual. Era un “detrás de cámaras”, quizá, pero ante todo una solicitud cálida y elocuente hacia todos nosotros, para que escucháramos más música con nuestros pacientes, para que usáramos más música con fines terapéuticos.

Al terminar la conferencia, como muchas personas, me acerqué para pedirle una firma en mi ejemplar de su libro. Había una fila larga y el avance fue lento, porque despachaba cálidamente a cada solicitante. Cuando finalmente llegó mi turno, lo encontré fatigado y le ofrecí un vaso de agua, pero se levantó y me dijo que lo acompañara. Caminamos hasta llegar a una pequeña estación de café en el Centro de Convenciones. Se mostró interesado porque yo venía de México, pues el doctor había escrito una crónica sobre las plantas mexicanas en su Diario de Oaxaca. Mientras tomábamos un vaso de agua, pude observar que ya no presentaba los signos que creí observar durante la conferencia: no había temblor o algún signo de parkinsonismo; fue un recurso teatral o una falsa observación mía.

LE PREGUNTÉ POR EL PRÓLOGO del libro, donde cita la novela de Arthur C. Clark, El fin de la infancia. El planteamiento es el siguiente: un grupo de extraterrestres vienen a la Tierra y desconocen la música; asisten a un concierto, pero no tienen experiencias musicales, ya que no tienen el aparato neuropsicológico, el sistema sensorial o las prácticas que nos dan acceso a la música. El doctor Sacks me comentó que la cita era un recurso para revelar su sorpresa continua frente al hecho de que nuestras vidas giran en torno a la música, pero nadie es capaz de poner en palabras la experiencia musical, y no puede delimitarse mediante fórmulas lógicas o matemáticas: la música establece un puente fenomenológico entre los cuerpos humanos, a través de la conciencia, y aunque hay una energía física que enlaza a unos y a otros, nadie conoce la experiencia musical del otro. Le platiqué entonces el caso de un hombre con alucinaciones musicales que atendí en años previos, quien había intentado suicidarse porque “una música azul” le confirmaba que algunas partes de su cuerpo habían muerto. Hizo muchas preguntas sobre ese caso, y se mostró intrigado porque el paciente escuchaba la música sólo con el oído izquierdo, que había perdido años antes en un traumatismo.

La conversación se movió entonces a un tema colateral: ¿existe alguna experiencia musical en los sordos de nacimiento? Él comentó que los estímulos vibratorios y las ondas sonoras pueden generar experiencias rítmicas en los sordos, pero se mostró indeciso frente a la pregunta por las experiencias melódicas. Me relató el caso de los poetas sordomudos que hacen poesía con lenguaje de señas, lo cual genera una suerte de danza que transmite significados traducibles al lenguaje verbal.

—Pero hay una parte de la poesía en lenguaje de señas que sólo puede apreciarse mediante la visión —me dijo—. Siempre perdemos algo y ganamos algo al atravesar las muy diversas formas de la discapacidad, y todos recorremos tarde o temprano esos paisajes.

Se despidió con un gesto severo, pero irónico. Al año siguiente me enteré de que había perdido la visión del ojo derecho, como consecuencia del melanoma ocular que lo llevó a la muerte.