Valeria Villa

El control como protección de la angustia

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Valeria Villa
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Durante esta semana de trabajo con los pacientes, uno de los temas que más se repitieron en las conversaciones fue el de las consecuencias del control en la dimensión individual y en las relaciones.

En lo individual, aparece un efecto paradójico: mientras más quiere alguien controlarlo todo y protegerse así de la angustia, mayor angustia aparece al comprobar que existe la incertidumbre y hay cosas que salen irremediablemente mal.

En las relaciones, el control que alguien ejerce produce sentimientos de atrapamiento, de sentirse vigilado, juzgado, perseguido.

Las estructuras obsesivas de la personalidad tienen muchos más problemas con el control y mucho más estrés al comprobar que el control es una fantasía omnipotente.

Una de las más importantes habilidades para vivir es aceptar que el azar juega un papel en nuestra historia y la incertidumbre es una parte esencial de la vida.

Poderse adaptar a los cambios, a las sorpresas, a las malas noticias, a lo que no sale como se planeó, hace la diferencia entre una vida vivible y una vida llena de angustia.

El control se puede poner en los objetos, en los propios pensamientos o en los demás. Querer saber qué hacen los otros todo el tiempo termina envenenando la relación. La idea del amor celoso y posesivo viene en parte de las religiones que hablan de un Dios que todo lo ve, que está en todas partes al mismo tiempo, que siempre sabe lo que estamos haciendo. La verdad, un Dios muy tóxico.

Las consecuencias para los vínculos no son nada buenas. Las relaciones marcadas por los celos, por el afán de poseer al otro, se vuelven muy conflictivas. Cualquier movimiento que haga uno sin la autorización del otro es motivo de pleitos y reclamos. Preguntar insistentemente en qué está pensando el otro o intentar adivinar en sus gestos o silencios si ya no nos quieren, o están enojados, pero no lo dicen, etc.

El control del pensamiento es otra variante de este mecanismo. “Si entendieras, pensarías como yo”, dicen los controladores, que además están convencidos de que siempre tienen la razón. No pueden concebir que alguien tenga otra opinión distinta a la suya.

Es un clásico que alguien se queja de agotamiento: tiene tanto que hacer que no le alcanza el día, pero es incapaz de pedir ayuda. Porque los otros no harán bien las cosas, no tienen la experiencia, no saben de relaciones públicas o de toma de decisiones, así que un rasgo inconfundible del controlador es su incapacidad para delegar.

El control podría ser una manifestación de inseguridad. Sentirse inferior, insuficiente, poca cosa, podría convertir a un jefe en un tirano o a un novio en un perseguidor.

La omnipotencia es un rasgo de las personalidades narcisistas. Creer que lo hacen todo mejor que los demás, que pueden controlar lo que los otros piensan, desean, harán, es otra de las raíces del control.

Hay controladores “felices”. No les interesa cambiar, así son y les funciona. Tal vez tengan poca capacidad de autocrítica, para ver sus peores rasgos. Hay otros que quieren cambiar, que se dan cuenta de que así no pueden vivir ni dejar vivir, y que aspiran a ser más relajados. El controlador obsesivo cree que si no controla, se impondrá el caos. El tema del grado en los rasgos del carácter siempre es la clave. Ni controlador ni irresponsable.

Sería útil pensar qué es lo peor que puede pasar si todo se sale de control. A veces es apenas un inconveniente, una incomodidad. La categoría de tragedia debería otorgársele a muy pocas cosas en la vida.