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La ciudad y los perros

Por:
  • larazon

Fui al Parque México, en la Colonia Condesa, a la primera clase de entrenamiento de nuestro recién adquirido perro Spot, que es un beagle muy guapo y muy antisocial. Spot no convivió con otros perros en su primer año de vida, y al llegar al parque lo primero que vimos fue a dos dóbermans que se dirigían hacia nosotros con determinación: terror.

Pero el terror fue sólo mío, ya que Spot, después de ladrarle a los dóbermans con apócrifa furia, olisqueó y se dejó olisquear por ellos hasta entablar, si no una amistad instantánea, sí un rápido diálogo respetuoso. Así son los perros, fáciles, sin dobleces, entregados. Ay, si a nosotros nos bastara con olisquearnos durante un rato para arreglar nuestros problemas. No le faltaba razón a Lord Byron cuando acuñó la multicitada frase: “Cuanto más conozco al hombre, más quiero a mi perro”. Pero no exageremos: en el parque me esperaba el entrenador, que resultó ser un tipo muy agradable. Acompañados por él, Spot y yo le dimos varias vueltas a ese hermoso lugar que me resisto a llamar “pulmón de la Condesa”, como suelen hacerlo las plumas fáciles. Pero es cierto que el parque es un gran oxigenador, y que la comunidad lo sabe: está siempre lleno de canes que sacan a pasear a sus dueños.

Spot, guiado por su finísimo olfato de sabueso que está descubriéndolo todo, me paseaba a mí. Tirado por esa vehemente correa, yo apenas si tenía tiempo de admirar el parque, su abundante flora, sus construcciones art-decó, su Foro Lindbergh (con relieves de Roberto Montenegro), su reloj armenio. Fue justo ahí cuando nos topamos con el paseador de perros, él sí al mando de la situación y de sus ¡nueve! imponentes animales. Spot no se intimidó, ladró ritualmente y después fue inspeccionado a conciencia por pastores alemanes (4), labradores (2), goldens (2) y un portentoso collie barbado: todos grandes, todos perfectamente educados. Al parecer, lo aprobaron. Yo respiré con alivio y seguimos caminando-trotando-tropezándonos tras la potente y nerviosa nariz de mi perro.

En ese andar, pensé que esta ciudad es inconcebible sin perros. Asómese usted a la calle: ahí hay un perro, salvo que sea el Viaducto, donde ya son parte del asfalto. Desde el xoloescuincle primigenio hasta el más sofisticado de los poodles, en estas comarcas siempre ha habido nobles cuadrúpedos. Y no olvidemos a los perros callejeros, que son más que los domésticos: 3 millones de los primeros contra 2 de los segundos hoy en día en la ciudad de México, según me informo. Cinco millones de perros en total: uno por cada cuatro habitantes de la metrópoli. Podrían ser más, pero, al parecer, un promedio de 12 mil perros son sacrificados cruelmente al mes: no por inyección letal, sino con descargas eléctricas y en las peores condiciones. Muchas asociaciones civiles se dedican a proteger y rescatar a los perros de la calle (incluso hay por ahí un monumento al perro callejero, pero no he podido averiguar dónde), pero son muchos también los centros antirrábicos y de control canino que los recogen, maltratan y matan. Es así nuestra historia. Una excepción: la delegación Miguel Hidalgo es la única jurisdicción donde no promueven la matanza de perros y donde impulsan el primer seguro médico para estos animales, que incluye un chip electrónico de identificación. Ojalá otras delegaciones sigan este ejemplo civilizador.

En fin, seguíamos dando vueltas. Nos detuvimos ante docenas de otros perros y hubo mucho olisqueo impúdico y mucha confraternización. El último encuentro fue con tres galgos italianos, diminutos, delicadísimos, como zancudos con pelo. La dueña nos dijo que se les hacía tarde, que todos iban a la Colonia Roma a comer al Bow Wow Deli. ¿Todos?, pregunté yo, señalando a los moscos sugestivamente. Sí, es el único restaurante en México para perros, respondió ella con orgullo fáctico. (Y así es: usted puede comer ahí, y si lleva perro le ponen una mesa baja donde su mascota puede comer sushi, sándwiches y/o pasteles de carne de avestruz, cordero o pollo; sólo le piden que lleve correa y que, si tiene perra, no esté en celo, no se vaya a convertir eso en un bar cualquiera.) ¿Y eso cuánto cuesta?, interrogué alarmado. Cincuenta pesos por perro, más o menos, nos dijo la dueña y se despidió. El entrenador también se fue y nos dejó solos a Spot y a mí, pensando en esta fascinante ciudad de contrastes, que puede ser cruel y exquisita al mismo tiempo, que puede maltratar o agasajar con igual devoción. El que pensaba eso era yo, claro, porque Spot no sé en qué estaba pensando, sólo veía al infinito con satisfacción. Y nos fuimos a casa, a comer, ambos, nuestras respectivas croquetas.

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fdm