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Santurronería ciudadana

Por:
  • larazon

Hace un mes, tras la primera vuelta en la elección presidencial chilena, Jorge Edwards publicó en El País una crítica de la campaña concertacionista: de su empeño infantil en “satanizar” a la derecha; de su “tendencia a creerse dueños del llamado progresismo, a arroparse en las banderas del pensamiento políticamente correcto”; de su abuso del término izquierda como “palabra mágica, una especie de escudo moral y mental”.

Edwards remataba confesando que, por primera vez en su vida (tiene 78 años), votaría por la derecha. “Lo hago a conciencia, después de meditarlo bien y sin la menor hipocresía. Siempre he tenido un sentimiento de izquierda, pero el rótulo de izquierdista, el letrero, la aureola santurrona, no me interesan para nada”.

No sé qué tan justas sean las apreciaciones de Edwards con respecto a la candidatura de Frei, pero encuentro en su reflexión una veta muy a propósito de cierta retórica que desde hace tiempo abunda en la conversación pública mexicana. Me refiero a esa retórica que opone, como si se tratara de dos extremos ontológicos, de dos polos contrarios e incompatibles, a los políticos y a los ciudadanos. A los primeros los representa como la encarnación de todos los vicios; a los segundos, como un inagotable dechado de virtud.

Se trata de una retórica harto efectiva, que traduce el clásico antagonismo populista (pueblo auténtico vs. élites corrompidas) al lenguaje del desencanto democrático (ciudadanos vs. “partidocracia”) pero añadiéndole un curioso elemento de clase: la ciudadanía que celebra, antes que una condición de igualdad jurídica, es un emblema de estatus. No es una categoría de pertenencia a la comunidad política, sino una forma de distinción social, una suerte de garantía de “calidad”.

Pienso, por ejemplo, en la campaña por el voto nulo durante las últimas elecciones. En los desplantes de superioridad moral que derrocharon sus más exaltados promotores; en el desprecio hacia quienes optaban por un partido que iba implícito en su cruzada; en los que incluso llegaron a insinuar que el electorado se dividía entre “voto ciudadano” (que era el voto nulo, el suyo) y “voto duro” (es decir el de los acarreados, la chusma política).

O pienso, también, en la ilusión con la que ahora se proponen las llamadas candidaturas independientes. En la fantasía de que basta con abrir un canal de participación al margen de los partidos para renovar la democracia; en la escasa probabilidad que tienen de ser candidaturas competitivas y en la todavía más escasa de que, si lo son, lo sean por su carácter “independiente”.

Entre su populismo para gente bien y su ingenuidad política, la retórica de esa santurronería ciudadana condena a quienes la cultivan, en

el mejor de los casos, a la intrascendencia, o, en el peor, a hacer las veces de tontos útiles.

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agp