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Se escribe con hache

Por:
  • larazon

Fernando Escalante Gonzalbo

La invasión de Afganistán dura ya más de doce años. Se me ocurre que alguien debía haberse interesado por traducir algo de literatura afgana, pero no. Desde luego, está Khaled Hosseini —que es estadounidense, y escribe en inglés. Las reseñas publicitarias dicen que “recrea ambientes históricos de Afganistán desde una óptica poética e íntima”. O sea, que no es eso.

Tampoco es insólito. Llevamos años con los países árabes en primera plana, y hemos tenido un pequeño aguacero de reportajes, más o menos enterados, militantes, prejuiciosos, pero no se encuentran traducciones de literatura árabe. Sí: Amin Maalouf, miembro de la Academia Francesa, también algunas cosas de Naghib Mahfouz, Sajalín Editores ha puesto a circular la hermosa, conmovedora novela de Waguih Ghali, Cerveza en el club de Snooker —es de 1964, pero menos da una piedra. Ya una década larga de hablar del Islam, de los islamistas, una década de miedo, de crispadas denuncias, y no tenemos ni idea de lo que se escribe en Arabia Saudita, en Pakistán, en Indonesia.

No haría falta más que curiosidad, la mínima, y no faltan motivos. Pero no. Esa desgana, que es de los editores, pero también seguramente de los lectores, ilustra bien el espíritu del tiempo. Sucede lo mismo con la literatura de casi todo el mundo —exceptuados tres o cuatro de los países centrales. Y no es porque se publiquen pocos títulos. En la mayoría de los casos las editoriales escogen a un autor, que se convierte en representante designado de su país.

La traducción es una de las actividades humanas más fascinantes, y está en el centro de la vida intelectual, literaria, condición impensada de la civilización. Imagino que no es necesario insistir mucho. Sólo hay que pensar en lo que uno se perdería si sólo se pudiera leer a Kafka en alemán, a Gogol y Dostoievski en ruso, a Dickens, George Eliot, Faulkner en inglés, y a Manzoni y Sciascia sólo en italiano, a Stendhal y Céline y Duras en francés, a Mishima y Kawabata en japonés, a José Maria Eça de Queiros en portugués. O si sólo se pudiera leer a Isaac Bashevis Singer en ídish.

Por eso llama la atención el descuido de las décadas recientes. Como ha dicho Edith Grossman, no es difícil entender por qué la traducción les importa a los escritores, por qué les importa o les debería importar a los lectores, pero no está claro por qué no les importa ni a los editores ni a los reseñadores de libros.

En México, en el mundo de habla española en general, entre el 30 y el 50 por ciento de los libros que se publican anualmente son traducciones. Es natural, porque siempre hay una nutrida producción de textos de interés local, más o menos efímero, que compone el otro 50 por ciento. La situación es mucho peor en Estados Unidos, donde sólo un 2 por ciento de los títulos son traducciones literarias de otros idiomas —el inevitable provincianismo de las metrópolis. El mayor problema entre nosotros es que la calidad de las traducciones es pésima, a veces subterránea, y empeorando.

Es claro que a los editores no les preocupa. Básicamente, porque no les preocupa nada de lo que hay entre una tapa y otra de los libros. Las grandes editoriales, como decía Zaid, están organizadas para no leer. Y la traducción es uno de los rubros en que han descubierto la posibilidad de abatir costos sistemáticamente. Todos los días se organizan en Internet subastas inversas en las que cualquiera con rudimentos de inglés, un diccionario, y un español de primaria mal cursada se ofrece para traducir a Katherine Mansfield o Cormac McCarthy, cobrando casi nada, en plazo récord. Nadie se va a fijar. Y si alguien se fija no dice nada, y si lo dice no importa.

Siempre ha habido traducciones malas. Gerardo Deniz ha coleccionado ejemplos deslumbrantes, de una ineptitud oceánica. Esto de hoy tiene el sello de ese negocio cazurro, abusivo y alicorto que es la nueva industria editorial. Se traduce a los gringos sobre todo, a algún inglés, de los que llevan la publicidad incorporada, y se traduce de cualquier manera, a toda prisa. A la vuelta de seis meses, la mayor parte del tiraje será pulpa de papel, y da lo mismo.

Vuelvo a Edith Grossman. En el descuido actual por la traducción hay mucho de ignorancia, también resabios de la obsesión romántica con el genio, la autenticidad, la originalidad, que hace del traductor un apéndice insignificante (pruebe usted a poner en inglés, por ejemplo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo…”. O algo más sencillo: “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”).

En el Renacimiento, eso que se llamó el Humanismo era sobre todo una vasta empresa de traducción. Las Humanidades no son otra cosa, sino un sistema de traducción. La Humanidad, si la palabra tiene sentido, depende de la frágil posibilidad de la traducción. No sería poca cosa, si cayésemos en la cuenta de qué tanto nos va en ello.