Carta, Palimpsesto, confesión y ráfaga
Carta para dibujar un retrato
A Vicente Ortega Colunga,
en su aniversario luctuoso
Pasaron tantos años de tu ausencia
con todo el peso de lo irrevocable.
Hoy los días ocurren de manera distinta,
los errores, el fragor y la audacia.
(No hablaré de la enfermedad ni la agonía).
Pasaron tantos años desde esa grieta, padre
—las décadas atroces que no conceden tregua,
un rastro demencial de horror y crimen.
Yo sin embargo soy el heredero
de tus pasos, el vago espejo,
un camino para que sigas vivo.
De ti aprendí los asideros que aún conservo:
los libros, la música, el vino tinto,
la belleza solar de las mujeres,
el privilegio de su compañía,
de conversar y caminar por las ciudades
(o bien de la oficina en Bucareli
hasta el departamento en Tacubaya);
afinidades, pasión, indignación,
más la sorpresa del humor, la risa,
el mar y las tardes de toros.
Aprendí los secretos para editar revistas,
el quid de una portada y el olor de la tinta
en las imprentas, el dilema de una aventura
cifrada en un tiraje. El juego el riesgo,
—aun el equilibrismo, la prestidigitación—
y desde luego la fotografía,
la feria de episodios y anécdotas,
el manantial de narraciones prodigiosas
—reales o ficticias—
y el desafío de inventar la vida misma
sin reposo, un día tras otro.
Así perduras en el torrente de mi sangre
y cada motivo invoca
fragmentos de universos
que se imantan bajo una luz difusa
como una galería
de mediados del siglo veinte:
una etapa en La Habana de Batista,
luego como testigo
de la conspiración —en el Sanborns de Lafragua—
cuando Fidel gritaba: “¡Yo tiraré al tirano!”,
antes de un nuevo arresto y de zarpar en el Granma.
Todos los cabarets de la Ciudad de México,
sus paraderos y rincones insospechados,
el ovillo París,
el rojo laberinto de Londres,
un club de jazz en Munich,
el muro de Berlín —aún vigente—,
más el viento glacial de San Francisco.
Un músico de pueblo en un jardín,
algún fin de semana en Veracruz
—el mar plomizo y los muelles del puerto—;
una visita al prodigio de Tulum y Cobá
(y la Manifestación del Silencio
que vimos pasar desde una acera de Reforma
con el asombro y estremecimiento
de mis trece años, ante la multitud).
Los buenos y los malos ratos,
la prosperidad o la bancarrota
—en un relevo incesante.
Y las comidas sabatinas de amigos:
aquellas sobremesas fabulosas
donde el adolescente que yo he sido
escuchaba en los viejos restaurantes
castillos de palabras en el aire
que improvisaban, entre otras voces,
Pedro Ocampo, José Alvarado, Renato Leduc.
Admiro la rompiente donde estallan las olas
con el goce de los tiempos perdidos.
Recorro esa distancia que delinea mis actos
—sólo desde que tú te fuiste, padre,
en esos meses que nunca recuerdo sin pavor;
desde entonces vivo descoyuntado
y encuentro en mi deriva
una orfandad semejante a un exilio.
Yo guardo el talismán de tu presencia
que subvierte la paz del desenlace.
En mí tu historia delegó un principio
inscrito en la raíz de lo improbable
y la renovación de lo inaudito
—seña de identidad de aquellos años.
Palimpsesto
Me quedo con el sol de tus días luminosos
en vez del desencanto y su presagio
—si al fin todo revierte en la ceniza.
Decido que los días restantes no me importan
y descarto las horas inhóspitas o adversas.
Asomo a la tormenta y veo con toda nitidez
la pincelada súbita del rayo;
oigo la oleada paulatina de su estruendo.
Deshojo los pliegues del palimpsesto
donde anidan las palabras que habito
como transmutación de la escritura
que ensaya su retrato de lenguaje en el papel,
un signo de su errancia y tentativa
—mi identidad, mi destino.
Confesión del ermitaño
En la caverna o frente a la llanura
resuena el mar de fondo, la costumbre
perdida de vivir entre los otros:
mi condición de fugitivo
con mapas de certezas en añicos
que derruyen mis puntos cardinales.
Así la confesión del ermitaño
vislumbra su conciencia desfondada.
—Pero me equivocaba, pues todo reincidía
al centro de este mundanal
mientras me replegaba en las espinas
y las rejas de este cautiverio elegido.
Hoy la orfandad usurpa el calendario
con soliloquios que se desvanecen
al paso de toda conclusión irrefutable.
Lo he conseguido. Ésta es mi recompensa.
Sobrevivir ahora es mi condena,
la indiferencia se volvió mi cáncer;
doy vueltas por la cueva feroz de mi crujía,
en medio del desierto que la asedia.
La arena innumerable define de antemano
el funeral y un epitafio seco:
el éxodo y el cerco,
la corrosión y el polvo.
Ráfaga de mariposa
Sus alas imitan vitrales clarividentes
y tamizan la reverberación
con la delicadeza de su alianza;
vuelan estrategias de morados y amarillos
que semejan pétalos palpitantes
—el lujo de su estampa: mariposa.
Sesgos de girasoles que festejan
el esplendor de primavera
como la irradiación de un mediodía
con el sabor de la saliva amada.
(Pude intentar ese desciframiento,
sondear las alas de la mariposa
—el tornasol donde el azul colinda en verde,
ahí donde la piel dimana otro arcoíris).
Encontraré tu huella en todas partes.
Revelaré, con algún otro indicio,
el bálsamo de la renuncia,
el umbral infalible —pero la mariposa
pintará la cascada que fluye por tus hombros.
Sólo entonces —acaso—
develaré el misterio de las alas
desplegadas en tu espalda inaudita, y volarás
para llegar lo más adentro
del corazón abierto.