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Fumigado en Infiernavit

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Por J. M. Servín

Una de esas tardes de sábado de principios de otoño, un grupo de promotores-encuestadores de laboratorios Bayer se presentó, entre muchos otros domicilios, al de la señora Socorro Herrera de Martínez, en la sección Mezquite de la unidad habitacional Infonavit Iztacalco, al oriente de la Ciudad de México. El objetivo era promover placas antiinsectos y, mediante unas “sencillas preguntas”, encontrar lo que para el laboratorio sería el modelo de la mujer mexicana promedio. Como toda poderosa empresa de su tipo, a través de sus promotores trata de embaucar a la gente con una amabilidad y promociones chapuceras tal y como lo hacen nuestros gobernantes apuntalando fraudes, engaños y fantochadas. Así, bajo el pretexto de una campaña de “responsabilidad social”, Bayer invadió a través de un grupo de becarios en labor de misioneros, la intimidad de una de tantas familias mexicanas con la única finalidad de drenarle los bolsillos.

La Unidad Infonavit Iztacalco fue construida en una de las zonas donde alguna vez hubo tres enormes lagos que cubrían gran parte de la Ciudad de México: el Texcoco, el Xochimilco y el Chalco. En sus colonias, caóticas, bravas y mal trazadas, alguna vez hubo un cauce original de canales, ríos y campos de cultivo. Las 35 hectáreas de la unidad fueron expropiadas por el presidente Adolfo López Mateos en 1962 y diez años después comenzó la construcción del complejo habitacional donde irían a parar cientos de familias como la de la señora Herrera a mediados de la década de 1970. Esos lagos desecados han sido el dolor de cabeza de una ciudad que desde su fundación padece inundaciones y falta de agua, la trágica paradoja histórica de una megalópolis condenada a sobrevivir en medio de desastres. La civilización azteca no tenía ni idea de lo que significaba construir un imperio en un islote rodeado de lagos en una cuenca sin salida natural.

Las unidades habitacionales eran un proyecto nuevo que despertaba desconfianza para mucha gente, pues estaban en las orillas de la ciudad. Según testimonios de funcionarios de Infonavit, en un principio había que ir a las empresas a rogarle a los trabajadores para que aceptaran los cómodos créditos a pagarse a veinte años con tasas de interés muy bajas.

Los habitantes de Infonavit Iztacalco son vecinos de una ciudad perdida rebautizada como “Campamento 2 de Octubre”, hoy completamente urbanizada y donde se instala los fines de semana un concurrido tianguis de chácharas sobre la avenida Apatlaco; de la colonia Ramos Millán, de la Zapata Vela, la Tlacotal y la Mujeres Ilustres, y de las unidades habitacionales Picos I y II; todas ellas plagadas de delincuencia, gente rijosa y en muchos casos desempleada o dedicada al comercio callejero, de un proletariado emergente que compró lotes muy baratos o los invadió y fundó colonias de trazo caprichoso, llenas de callejones y calles estrechas, sombrías y peligrosas.

“Infiernavit” (como se le conoce ahora), al igual que las colonias y unidades habitacionales aledañas, fue construida tan aprisa como lo exigían los proyectos similares que con la demagogia que distingue a los gobernantes mexicanos, se presumían como una solución de vivienda obrera que, hay que decirlo, es todo menos funcional.

Infiernavit es un Frankenstein de los conceptos habitacionales desarrollados por Carlos Obregón Santacilia, el arquitecto que convocara en 1929 al Concurso Nacional de Vivienda Moderna para Obreros. Ése es el origen de los multifamiliares y sus parientes pobres: las unidades habitacionales. La historia oficial se desvive en elogios para arquitectos como Juan O’Gorman, Juan Legarreta y algunos otros por haber creado el concepto habitacional donde la gente, bajo la ilusión de poseer su propia casa, viviría hacinada en conejeras que vinieron a sustituir las vecindades que idealizó el cine mexicano. Infiernavit parece una pesadilla orwelliana de totalitarismo donde gente pobre habita viviendas de concreto y ladrillo rojo rodeadas de jardines descuidados. Y de un lago enorme con embarcadero que se agrietó y secó luego del terremoto de 1979, en algún momento tuvo lanchas, peces, patos y ahora ha sido rehabilitado como deportivo al aire libre. Sobre la avenida Río Churubusco había un campo de futbol que se convirtió en una plaza comercial y en estacionamiento de una bodega Aurrerá.

En Infiernavit hay un centro social y dos centros comerciales que en un principio fueron administrados por los propios colonos, pero debido a las riñas en las celebraciones y los malos manejos, todo fue vendido a particulares. La unidad está dividida en secciones que de algún modo antecedieron el furor ecologista de hoy en día: Sauce del agua, Oyamel, Raíz del agua, Sabinos, Ocote, entre muchas otras. Grafitis, jaulas enormes en los estacionamientos para proteger los coches y una tupida vegetación brota rebelde por todas partes como recordatorio de lo que alguna vez fueron tierras de cultivo.

El llamado racionalismo arquitectónico es un concepto geométrico donde todas las construcciones parecen maquetas de alumnos de primaria.

Horribles, paquidérmicas. Para los planificadores de estos conjuntos habitacionales que equivalen a lo que en Estados Unidos se conoce como projects y en Francia banlieues, la idea del bajo costo en los materiales, la simpleza, que no la sencillez, podrían darle a los asalariados de bajos ingresos una “vida digna” hacinados en edificios y casas conectados, por lo que en poco tiempo se convirtieron en peligrosos pasajes y callejones, donde cualquiera podría ser emboscado por las peligrosas bandas que se organizaron en muchas secciones casi al mismo tiempo que comenzó a colonizarse Infiernavit. La señora Socorro Herrera y su familia, como ya dijimos, viven en Mezquite en un cuarto piso y por costumbre, los fines de semana mantienen la puerta de entrada abierta durante el día.

Eran tres mujeres y tres hombres jóvenes; todos con el perfil del empleado que hoy en día buscan las franquicias transnacionales: preparatoria terminada, poco ambiciosos, maleables y resistentes a largas y tediosas jornadas de empleos sin prestaciones ni posibilidades de ascenso. Con sus celulares tomaron algunas imágenes en video del edificio, del departamento y de los alrededores, se tomaron algunas selfies y luego de permanecer un rato sentados en la sala de la anfitriona mientras se ponían de acuerdo en su itinerario y las rutas, cinco de ellos se despidieron para aprovechar el tiempo visitando otros hogares en la misma unidad. Se quedó Luisito, un muchacho regordete que parecía sentirse a gusto observando en las paredes del departamento una enorme colección de cuadros de figuras míticas de la cultura pop anglosajona.

Como millones de mujeres más en este país, la señora Herrera le podría restregar en la cara al INEGI sus estadísticas que señalan que México es un país de clase media: otra aspirina para curar con un espejismo la enfermedad crónica de la pobreza. Pese a su muy castigado presupuesto como ama de casa, a que todos los días se levanta de madrugada para hornear pays que vende entre sus conocidos para ayudar con el gasto de la casa y a que atiende a un esposo y a un hijo exigentes hasta el absurdo, la señora Herrera no pierde su buen humor y luego de invitar a Luisito a pasar al

comedor, puso atención al evangelizador-promotor, que no perdió tiempo para arrojar su perorata bien ensayada:

—Con nuestros productos queremos ser útiles a la humanidad y contribuir a mejorar la calidad de vida. Al mismo tiempo, queremos difundir valores a través de la innovación, el crecimiento y una gran rentabilidad. Estamos comprometidos con los principios del desarrollo sostenible y como una empresa éticamente responsable. Economía, ecología y responsabilidad social son objetivos con un mismo rango dentro de la empresa. Es por eso que hoy le queremos mostrar nuestros nuevos productos amables con el medio ambiente.

­—Ajá.

—Díganos señora, ¿qué telenovelas le gustan? —preguntó a rajatabla el representante del laboratorio, con una sonrisa entre la estupidez y el optimismo evangélico.

—Mire, a mí no me gustan las telenovelas —respondió “Socorrito”, como la conocen sus amistades y familia—, a mí me gusta el tequila, los cigarros y el futbol. Le vamos a Chivas.

—Pero sí le debe de gustar alguna, ¿no? —insistió el joven vestido con un atuendo soso, como para no llamar la atención en la calle a pesar del gafete. Playera polo de tela sintética color verde y gorra del mismo color con el distintivo de su empresa.

—No, ni lo mande Dios. Son puras estupideces.

Sin dejar de tomar notas en su tabla con el cuestionario, la sonrisa se desdibujó del rostro de Luisito y como no queriendo, comenzó a retirar de la mesa donde estaban sentados uno frente al otro, las placas insecticidas y chácharas promocionales que iba a regalar con magnanimidad al ama de casa. Decidió darle otra oportunidad:

—¿Qué opinión le merecen nuestras placas contra insectos?

—Nosotros usamos la crema repelente Off!, los moscos ni se aparecen y además huele bien rico. Oiga, ¿y no trae aspirinas?

En eso llegaron algunas vecinas, jadeantes luego de subir tantas escaleras. Socorrito empezó a invitar cerveza y tequilas de una botella nueva de a litro de Cabrito Reposado. Su marido, encerrado en la recámara, mataba el tiempo mirando una película del Piporro en lo que llegaba la hora de hacer berrinches viendo en alta definición otra derrota más del “Rebaño Sagrado”.

Sin saber cómo eludir el acoso de las señoras que lo invitaban a beber y no se cansaban de hacerle preguntas sobre insecticidas, aspirinas y demás productos del laboratorio al que representaba, Luisito cedió a la presión y lo que había programado como una visita de máximo media hora, se prolongó por toda una tarde de lluvia torrencial a la que las bromas y carcajadas de las señoras ante las anécdotas y ocurrencias de Socorrito, frituras, cigarros, un par de cervezas y otro par de tequilas, quitaron el ambiente opresivo que envuelve la cotidianidad de esa unidad habitacional. Al anochecer Luisito se despidió “a medios chiles”, sin promociones en su mochila y sin convencer a nadie de las cualidades de su producto. Eso sí, mantenía la misma sonrisa, sólo que en ella no se reflejaba más la pánfila credulidad que se necesita para propagar las virtudes de otro producto milagroso.

—Se fue bien fumigado —dijo Socorrito al cerrar la puerta, sólo para provocar más risotadas de sus vecinas.