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Pasado y presente del movimiento gay

Por:
  • sergio_tellez-pon

El reciente embate de los grupos más recalcitrantes de la sociedad mexicana (la jerarquía católica y grupos conservadores afines, incluidos los neonazis) contra los gays por los matrimonios del mismo sexo mostraron que los integrantes de la comunidad lésbica, gay, bisexual, transexual, trangénero, travesti e intersexual (LGBTTTI) somos uno de los grupos más vulnerables y al que se le siguen coartando sus derechos civiles. La Suprema Corte de Justicia de la Nación, las comisiones de Derechos Humanos y los consejos para prevenir y eliminar la discriminación tanto nacional como de la Ciudad de México han dado su respaldo legal a estas uniones, pero lo cierto es que los gays seguimos encabezando esta lucha a pesar de que algunos activistas gays han preferido medir fuerzas con los conservadores en vez de recurrir a medios legales para detener los pronunciamientos de los jerarcas católicos quienes, constitucionalmente, tienen prohibido hacerlos.

Cuando escribo esto, además, han encontrado los cuerpos de cuatro mujeres trans que fueron asesinadas con violencia en menos de dos semanas: a Paola Ledezma, de 25 años, le dispararon dos balazos mientras ejercía el trabajo sexual a una cuadra de la casa de quien esto escribe y dos días después el juez dejó libre al agresor; Itzel Durán, de 19 años, fue apuñalada en la puerta de su casa en Comitán, Chiapas; una más en Chihuahua fue atacada en su casa por dos desconocidos y a Alessa Flores, de 28 años, la estrangularon en un céntrico hotel de la Ciudad de México. Esos son los nombres de quienes conocimos los casos gracias a las protestas de sus amigas o compañeras que trascendieron a los medios de comunicación, pero a lo largo del país hay muchos otros casos más que no llegan a los noticieros y quedan en el olvido de la gente y de la justicia. Todos esos casos ponen a México en el nada honroso segundo lugar de América Latina (sólo después de Brasil) en agresiones y asesinatos a personas de la comunidad LGBTTTI.

Todo lo anterior muestra que si bien en los casi cincuenta años de movimiento gay se han conseguido algunas libertades también hay grandes pendientes como la sensibilización de la sociedad hacia otras minorías sexuales para eliminar el estigma y la exclusión de la que son objeto por su sola condición sexual. En ese sentido, los activistas gays ponen todas sus fuerzas sólo en las uniones igualitarias, olvidándose de las demandas de otras minorías sexuales que no se ajustan al modelo gay.

En este contexto ha aparecido El clóset de cristal (Ediciones B), de Braulio Peralta, un libro que se presenta como una crónica “perfectamente documentada” y cuyo autor ha dicho en entrevistas recientes que es una investigación periodística, no de rumores o chismes sobre la intimidad de Carlos Monsiváis. Sin embargo, dicha investigación no es muy exhaustiva y lo hace caer en varias imprecisiones. En este libro no se ve al personaje público sino a la persona en su vida íntima. La homosexualidad de Monsiváis fue develada públicamente cuando Horacio Franco puso la bandera del arcoiris en su ataúd, al lado de la bandera nacional y la de la UNAM: así lo sacó del clóset post mortem, aunque su estilo de vida era muy conocido (sus salidas nocturnas a bares gays no sólo por motivos antropológicos o a vapores a ligar). Monsiváis desde sus columnas defendió los derechos de indígenas, mujeres, trabajadores y hasta las mascotas (perros y gatos), pero de los derechos de los gays nunca habló en primera persona: se refería a ellos, “los gays”, no a “nosotros los gays”. Muchos activistas gays le pedían, casi le exigían, que saliera del clóset, pero su posición fue igual a la de Susan Sontag, lo que escribió sobre ella bien pudo haberlo dicho de sí mismo:

algunos activistas radicales optan por el outing, la delación que “vuelve inútil” la permanencia en el clóset, [Sontag] se niega y defiende su privacidad […] va a fondo en su desafío político, y el come-out, el salir del clóset, es decisión ajustada a situaciones y actitudes que varían de una persona a otra (en Debate feminista, núm. 31, abril de 2005, p. 158).

Así como no quería salir del clóset, Monsi tampoco quiso salir a la calle, hacer una protesta pública a favor de los derechos: por eso se opuso a que un pequeño contingente gay se uniera a la marcha conmemorativa por el inicio de la Revolución Cubana el 26 de julio de 1978. Una noche antes les llamó para decirles que no lo hicieran (nunca asistió a una Marcha del Orgullo Gay). Esto me lo contó en Tijuana una de las personas que marcharon esa primera vez, Max Mejía, y es extraño que Juan Jacobo Hernández no se lo haya dicho a Peralta en la entrevista que le hace, o que sí lo haya hecho pero el autor no lo consigne en su libro. En todo caso, el testimonio se puede encontrar fácilmente en el archivo de Colectivo Sol que resguarda el Centro Académico de la Memoria de Nuestra América (CAMENA) de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Peralta escribe que “nunca hubo pleito por la separación. La amistad siguió”, sin embargo, esa salida y esa llamada previa provocó la ruptura total entre Monsiváis y Juan Jacobo Hernández.

Monsiváis hizo suya la lucha contra el sida, los estigmas y los derechos de las personas que viven con VIH, una actitud loable sobre todo cuando, repito, la mayoría de los activistas gays sólo se concentran a favor del derecho al matrimonio y dejan para después programas de prevención de nueva generación. Hay otros aspectos que Peralta no toca en su libro, por ejemplo, que José Joaquín Blanco le dedicó su valiente crónica “Ojos que da pánico soñar” que publicó por primera vez en el suplemento Sábado, de unomásuno (y no en La Cultura en México, de Siempre!, que dirigía el propio Monsiváis). O que Monsiváis fue de los primeros en leer teoría queer, ahora tan de moda en las universidades mexicanas.

En su presentación, Peralta habla en primera persona: “En estas páginas me ocupo de gente que hizo”, o bien: “Es una crónica de lo que vi”, pero luego, sin ninguna razón aparente, cambia a la segunda persona: “Cuéntalo, no le des más vueltas. Es tu visión. De nadie más […] Anda, no te angusties por las palabras. Ni dudes que habrá peores que tú a la hora de escribir. Tu relato será personal e intransferible. Nadie podría reseñarlo porque es parte de tu vida”, y así continúa a lo largo del libro. Pero ese recurso literario le da a todo el relato un tono cursi y plañidero, pues no tiene la maestría para usarlo como lo hace un Cernuda (en varios de sus poemas pero sobre todo en Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano) o Carlos Fuentes (en Aura y La muerte de Artemio Cruz).