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Estados Unidos

Pasión y tragicomedia electoral

Aunque los votos confirmaron la mayoría de los pronósticos, luego de un proceso electoral sin precedente,
Estados Unidos permanece en un terreno minado por la desconfianza que, desde un principio, instigó
Donald Trump, el candidato perdedor —de acuerdo con las cifras oficiales. Así anticipaba el escenario de su derrota, en una estrategia a seguir en las próximas semanas, con recursos y controversias no sólo legales que pondrán a prueba la democracia estadunidense, en un momento de incertidumbre y crisis. Este ensayo
analiza los factores, así como los protagonistas, las palabras y los hechos que han conformado la situación actual.

Elecciones en Estados UnidosFuente: today.umd.edu
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NOSTALGIA DE LA NORMALIDAD

Tras una espera de cuatro días, el sábado 7 de noviembre antes del mediodía la cadena CNN y la agencia AP declararon ganador de la contienda por la presidencia a Joe Biden. La gente salió a celebrar, bailar y beber en las calles de las ciudades estadunidenses y de otros países, mientras el presidente Trump optó por continuar tuiteando que la elección había sido un fraude, que mandaría a sus abogados a defender los “votos legales” y siguió jugando golf. El hecho de que no concediera ni aceptara su derrota no sorprendió a nadie.

En los últimos cuatro años hemos creído que Trump es algo así como el presidente de una secta, un líder incapaz de gobernar para la mayoría y permanentemente resentido por nunca haber alcanzado el 50 por ciento de popularidad en las encuestas. Cuando se escribe esto, 75.7 millones de personas votaron por Biden mientras que 71.3 millones lo hicieron por Trump. A pesar del caos, la crisis y los escándalos, el presidente actual obtuvo alrededor de 8.32 millones de votos más que hace cuatro años. Lo verdaderamente contundente en esta elección es que se ha demostrado que la derrota de Hillary Clinton no fue una anomalía, no fue un extraño error ni el resultado de una campaña de bots rusos en Facebook. El triunfo de Biden no marca el regreso a nada.

LA DECEPCIÓN DEMOCRÁTICA

Cada cuatro años este país tiene elecciones. Como sabemos, se trata de un ritual significativo, peculiar, creado por los padres de la nación, quienes pensaban que la democracia sin control podía ser tan peligrosa como la dictadura. Por eso, Alexander Hamilton pensó que había que poner a hombres de discernimiento entre el vulgo y el poder, con la misión de moderar los resultados electorales y de ese modo manejar las pasiones populares. Además, algunos estados tenían cuantiosas poblaciones de esclavos, que por supuesto no votaban y eran contados como tres quintas partes de un hombre libre, pero sí eran considerados para determinar el número de representantes estatales (sin que sus intereses fueran tomados en cuenta, obviamente). Así, la convención constitucional de 1787 impuso el colegio electoral y desde entonces ha tenido muy pocos cambios. De esta manera, en vez de que al final del conteo el ganador sea quien reciba la mayor parte del voto popular nacional, cada estado tiene asignado un número de votos electorales que, en teoría, se otorgan al ganador del voto estatal. Y cada estado tiene libertad de escoger a sus electores como desee.

La política estadunidense es una contienda bipartidista entre slogans que por lo común disfrazan objetivos muy similares y se diferencian mínimamente. Sin embargo, la aparición de Donald Trump en la escena y su sorpresivo triunfo presidencial en 2016, contra todas las expectativas, encuestas y opiniones de expertos, llevó a sus últimas consecuencias las tendencias más extremas que tuvieron los gobiernos de la era neoliberal, desde Reagan hasta Obama. Trump llegó al poder montado en la dualidad del nacionalismo político y el populismo económico. Su estilo paranoide, provocador y vulgar creó una fascinación entre sus seguidores. Representaba un rechazo a la actitud condescendiente del partido demócrata, que por décadas ha asumido que los trabajadores y las minorías están obligados a votar por ellos.

Trump nunca mostró pudor por su flagrante nepotismo; tampoco por la politización de puestos diplomáticos y judiciales, ni por el descarado enriquecimiento personal (usar la investidura para promover sus hoteles y negocios) y el de sus aliados 

Durante meses, las encuestas favorecieron al candidato demócrata, Joe Biden, de manera similar a lo que sucedió cuatro años antes con Hillary Clinton. Esta vez los expertos aseguraban que no había error posible y algunos consideraban que además de ganar en algunos estados pendulares (aquellos en disputa o púrpuras) como Florida, era posible que Biden ganara varios estados profundamente republicanos, como Texas y Ohio. Varios sectores tradicionalmente conservadores, y por tanto republicanos, como los adultos mayores y las mujeres suburbanas, apoyaban ahora a Biden. Pero al mismo tiempo minimizaron señales preocupantes, como el bajo apoyo al demócrata por parte de los hombres hispanos y negros. De cualquier manera, para muchos parecía evidente que el caos desatado por Trump sería suficiente para propagar una ola azul que barriera con su gobierno, además de hacerlo con los diputados y senadores de su partido.

La votación temprana, los sufragios de ciudadanos ausentes y por correo fueron masivos, sin precedente: más de 101 millones, lo que corresponde al 73 por ciento del total del voto en 2016. Esos votos se inclinaban notablemente por Biden y eso parecía una señal convincente de que la elección sería masivamente contraria a Trump. Pero el día definitivo los resultados no dieron ese golpe fulminante que esperaban los demócratas, la ola azul nunca apareció y de hecho, a medida que avanzaba la noche del martes electoral, la situación se mostraba cada vez más oscura para Biden.

A la mañana siguiente, el conteo de los votos tempranos y por correo renovó esperanzas en el triunfo de Biden. Sin embargo, la elección resultó decepcionante para los demócratas, que no pudieron recuperar el senado (lo cual sigue pendiente) y en vez de ganar curules en el congreso perdieron cinco. Además, el hecho de que no hubo contundencia en el resultado sirvió a Trump para que exigiera recontar las boletas en varios estados y para promover más inquietud, sospechas y teorías conspiratorias. Esta era, sin duda, la peor situación posible: la que puede propiciar más desconfianza en el sistema y eventualmente brotes de violencia.

Elecciones en Estados UnidosFuente: pixabay.com

UN LÍDER COMO NINGÚN OTRO

Desde que llegó a la Casa Blanca, Trump se dedicó a estigmatizar a los mexicanos, los musulmanes y la gente de los “países de mierda”. Se precipitó a eliminar leyes que protegían el medio ambiente, a los trabajadores, a los inmigrantes y a los exiliados. Despedazó convenciones tácitas de comportamiento, decoro y etiqueta en la política. De esa manera simulaba estar del lado del pueblo, compartiendo su frustración y desprecio por los políticos y las élites. Pero por otro lado nunca mostró el menor pudor por su flagrante nepotismo (su yerno e hija como principales asesores de su gobierno y los otros hijos como propagandistas); tampoco por la politización de puestos diplomáticos y judiciales, ni por el descarado enriquecimiento personal (usar su investidura para promover sus hoteles y negocios) y el de sus aliados, además de llevar a extremos insólitos las viejas complicidades entre el gobierno y Wall Street.

Asimismo, Trump creó, mantuvo y amplió un auténtico ejército de fanáticos incondicionales: decenas de millones de seguidores que convirtieron la cultura de la celebridad en su único dogma, que festejaban enfebrecidos la crueldad intrínseca de las acciones de Trump como si fueran triunfos de clase, y que adoptaron una de las teorías conspiratorias más inverosímiles y desbocadas, convirtiéndola en una obsesión mundial: QAnon, que en muy pocas palabras es el culto a Trump, a quien postula como un líder señalado por dios para luchar contra las élites hollywoodenses y demócratas, que practican ritos satánicos que involucran tráfico de niños, pedofilia e incluso canibalismo.

Algunos aseguran que uno de los principales méritos de Trump es ser, desde Eisenhower, el primer presidente de Estados Unidos que no ha declarado una nueva guerra. Esto es falso: ni Nixon ni Carter ni Ford lo hicieron tampoco. Por otro lado, Trump fue responsable de más asesinatos por dron en Medio Oriente que Obama y durante su gobierno hubo un incremento de ataques letales del 432 por ciento, de acuerdo con la organización WorldBeyondWar. Además, eliminó toda responsabilidad de reportar el número de ataques o civiles asesinados. Cometió crímenes internacionales estremecedores, como el asesinato del general iraní Qasem Soleimani en territorio de Iraq, y se negó siquiera a condenar verbalmente a Arabia Saudita después del asesinato y desmembramiento del periodista Jamal Khashoggi en Turquía. Sin temor a las consecuencias, mudó la embajada estadunidense de Tel-Aviv a Jerusalén, desarticulando así el principal argumento de negociación de un acuerdo de paz con los palestinos. Y por supuesto, expandió el programa de separación de familias inmigrantes en la frontera sur del país, una estrategia tan cruel e incompetente que se perdieron los datos y las referencias que hubieran permitido la reunificación de unos 666 niños, entre ellos algunos bebés, con sus padres.

Trump llegó al año 2020 montado en una oleada ascendente de los índices de la bolsa, lo cual él y sus seguidores quisieron presentar como un signo de que la economía estaba creciendo, cuando en realidad es tan sólo un indicador de las expectativas de las más grandes corporaciones que cotizan en la bolsa. Los multimillonarios aumentaban sus fortunas de manera brutal (especialmente durante la pandemia, cuando un puñado de empresas ganaron más de 460 mil millones de dólares). Así, por un lado Trump presumía de crear la mejor economía de la historia, y por el otro cultivaba a sus bases en eventos multitudinarios con resonancias orwellianas en los que se burlaba y atacaba a sus oponentes y críticos, así como incitaba a la violencia. Su explotación del odio, el racismo y la xenofobia, más el culto a la celebridad y al rencor de la América profunda contra los liberales han sido fundamentales para su coalición de nacionalistas blancos y de deplorables que, paradójicamente, incluyen latinos, negros y otras minorías. Es fácil caer en la tentación de imaginarlo como un dictador fascista en ciernes. La realidad es que una cosa es su burda retórica y otra sus acciones, que no difieren demasiado de los prejuicios y la supremacía blanca dominante en los anteriores gobiernos de ambos partidos. También podemos afirmar que Trump es, en gran medida, el responsable de haber convertido el partidismo nihilista en una fe.

Este año electoral comenzó con un tufo de inevitabilidad y la apariencia de imbatibilidad. El presidente había triunfado sobre un muy mal concebido juicio de impeachment o destitución; sobrevivió sin un rasguño a toda clase de escándalos, metidas de pata, declaraciones absurdas y decisiones autoritarias. Tampoco lo perjudicó haber tomado dos de las decisiones más impopulares de la historia reciente: eliminar el Obamacare (el plan de expansión de seguro médico a precios supuestamente accesibles y que ignoraba las condiciones preexistentes de salud de los pacientes) y aprobar el recorte fiscal más radical en décadas (que benefició principalmente a los multimillonarios y propició un déficit de 984 mil millones de dólares). Es paradójico que una mayoría significativa de ciudadanos, incluso en Florida, cree que el salario mínimo debería ser de quince dólares la hora y que Medicare debería estar disponible para toda la población y no únicamente para los mayores de 65 años (especialmente en una pandemia, cuando millones han perdido su empleo y por tanto su seguro de salud). Aunque Trump no apoya ninguna de esas ideas, se convirtió en el segundo candidato con más votos en la historia.

Desde la posguerra, Trump es el único presidente de Estados Unidos responsable por más muertes de sus propios ciudadanos que de extranjeros en sus guerras de agresión

LA PLAGA

Entonces explotó la pandemia del Covid-19 y la respuesta de Trump fue tal vez la más incompetente y mortífera entre todos los gobiernos del mundo. Pasó de la negación a la sedición (al llamar a liberar Michigan, Minnesota y Virginia, estados con gobernadores demócratas); de pregonar teorías conspiratorias y curas milagrosas (desde la hidroxicloroquina hasta inyectarse cloro o introducir luz al cuerpo), a despedir y humillar científicos por no estar de acuerdo con él, y de ahí prefirió rendirse al virus prometiendo que la vacuna llegaría antes de las elecciones. Su narcisismo, ignorancia y necedad no sólo resultaron en el contagio de más de 10.1 millones de estadunidenses y en la muerte de más de 240 mil (una tasa de fatalidad de 2.35 por ciento), sino que convirtió a la propia Casa Blanca en un foco de infección  y cada uno de sus mítines, en eventos que propiciaron miles de contagios. A partir de que él mismo se infectó y se recuperó en tiempo asombroso (aparentemente gracias a tratamientos experimentales de choque que recibió, a un costo muy superior a cien mil dólares), comenzó a declarar a partir de principios de octubre que la enfermedad era curable (lo cual es falso) y que la gente no debía permitir que el virus dominara su vida. Esto resultó en que los índices de infección del país aumentaron, así como las hospitalizaciones y las muertes.

El tema del discurso de toma de posesión de Trump tenía un tono lúgubre y apocalíptico sin precedente: habló de la carnicería americana (The American Carnage). Era difícil entender a qué se podía referir en una era de relativa bonanza y estabilidad. Seguramente no se imaginaba que en efecto presidiría sobre la carnicería de sus compatriotas que equivale en muertes, hasta cuando esto se escribe, a ochenta ataques de la misma magnitud del 11 de septiembre de 2001. Desde la posguerra, Trump es el único presidente de Estados Unidos responsable por más muertes de sus propios ciudadanos que de extranjeros en sus guerras de agresión. Si bien sus fieles seguidores no lo ven como culpable de esta debacle, para tres cuartas partes de la población no existe duda de la responsabilidad de Trump en esta catástrofe y eso sin duda impactó su popularidad y las posibilidades de ser reelegido. Podemos ir más lejos y afirmar que, de no haber tenido lugar la pandemia, Trump estaría celebrando su reelección.

FRAUDE Y COLAPSO

Durante las semanas previas a la votación, Trump declaró más de doscientas veces que sólo podría perder si había un fraude masivo y repitió que no reconocería un resultado adverso. La noche del tres noviembre, a las dos de la madrugada, dejó momentáneamente su fiesta de reelección para anunciar al mundo que la situación era lamentable, que la votación debía detenerse (en realidad se refería a detener el conteo, la votación había terminado horas antes) y que mandaría a sus abogados a la Suprema Corte (días antes logró instalar a toda velocidad a la jueza cristiana fundamentalista Amy Coney Barrett, para sustituir a Ruth Bader Ginsburg, quien murió en octubre). Esperaba que la mayoría de jueces conservadores en la Suprema Corte le daría el triunfo si la elección corría con una suerte similar a la de George Bush Jr. contra Al Gore, en 2000. Afirmó que él había ganado y sus 250 invitados sin cubrebocas gritaron y se abrazaron.

Elecciones en Estados UnidosFuente: rubic.us

El jueves 5 de noviembre, Trump llamó a una conferencia de prensa para denunciar el fraude que supuestamente estaban cometiendo los demócratas para robar la elección. Argumentó que él iba ganando y que comenzó a perder cuando contaron los votos ilegales. En medio de la pandemia, había descalificado el voto por correo, de modo que sus seguidores lo usaron poco. Esos votos fueron los que se contaron después de los votos presenciales y los que dieron el giro a la elección, como anticiparon los analistas.

Después de minutos de alegatos incoherentes, divagantes y sin pruebas, las cadenas televisivas CBS, NBC, ABC y MSNBC cesaron la transmisión. Es importante señalar que no fue la primera vez que ocurrió esto. Tras casi cinco años de permitir a Trump usar los medios de comunicación como plataformas para su desinformación y propaganda, algunos medios de comunicación masiva reconsideraron su complicidad y optaron por la comprobación de datos o fact checking —en tiempo real— de las palabras de un primer mandatario que de acuerdo con el Washington Post ha mentido 22 mil 247 veces en 1,316 días. Desde marzo pasado, las cadenas se negaron a seguir transmitiendo los comunicados sobre la epidemia de coronavirus, porque consideraron que al contradecir a los expertos y propagar ideas anticientíficas, la desinformación de Trump había alcanzado un nivel peligroso y potencialmente mortal durante la crisis sanitaria. Lejos de censurar al  presidente, fue una de las pocas muestras de integridad por parte de estos consorcios que se han beneficiado de los ratings generados por Trump. Ojalá que en el pasado los medios hubieran cuestionado o censurado las mentiras y desinformación gubernamentales y corporativas que han provocado guerras, genocidios y catástrofes.

SIMPLE JOE

Trump actuó como era perfectamente previsible que lo haría. Es lamentable que Biden también ha venido actuando de forma previsible, y aunque tuvo un par de debates competentes (el primero sólo consistió en la exhibición de un Trump fuera de control que fue considerado, casi universalmente, como un desastre vergonzoso), ha seguido siendo el político mediocre, atado a las corporaciones (Goldman Sachs,  Halliburton y Silicon Valley), ansioso por apaciguar a la derecha cristiana y a los fanáticos de la ley y el orden (expresión con la que la derecha, invariablemente, se refiere a reprimir las demandas sociales, económicas y de justicia de las minorías). Biden se presenta como el hombre común, simple Joe, que viene de un condado trabajador demócrata. En sus décadas en el gobierno, el exvicepresidente se ha esmerado en cruzar las líneas partidarias, incluso haciéndose amigo de algunos republicanos profundamente racistas.

Hay que reconocer que Biden logró enfocarse y dejó de verse confundido, senil e incoherente, como al inicio de las primarias. Eligió como vicepresidenta a Kamala Harris, una carismática mujer negra, de origen hindú y jamaiquino, pero decidió no esforzarse mucho en la comunidad hispanoparlante (a la cual consideró asegurada), que de tal manera sus resultados en Florida y Texas fueron peores que los de Hillary Clinton. Y por supuesto, despreció el apoyo de la izquierda del partido, a cuyos representantes no les ofreció ni siquiera negociar sus reclamos principales: que la matrícula en las universidades estatales sea gratuita, condonar la deuda de la educación, adoptar el programa de salud Medicare para todos.

Lo más importante es que rechazó el programa ecologista Green New Deal. Curiosamente, varias ideas progresistas fueron incluidas en su programa, pero en sus actos públicos y debates renegó de ellas. En cambio se dedicó a chantajear a sus críticos dentro del partido con la amenaza de que “si no les gusta, voten por Trump”. 

Bernie Sanders renunció a su campaña al inicio de la pandemia y de inmediato llamó a sus seguidores a votar por Biden; realizó numerosos eventos para él (más que la mayoría de sus colegas demócratas), con lo cual su prestigio como líder social quedó muy comprometido. En vez de gratitud, el exvicepresidente alardeó de que él había derrotado al socialista (Sanders). De cualquier manera, su campaña tenía debilidades que Trump explotó al criticarlo desde la derecha (por sus tímidas reformas fiscales), así como desde la izquierda (por su catastrófica ley criminal de 1994, que castigó desproporcionadamente a la población negra y por estar a favor del fracking). Sin embargo, la indisciplina y ausencia de mensaje en Trump le impidió crear el impulso necesario para que su contraofensiva fuera exitosa.

Los demócratas no aprendieron la lección del 2016: culparon a Bernie Sanders, a los bots rusos y a los trabajadores
ingratos. Decidieron volver a lo mismo: no formular ninguna propuesta concreta de cómo cambiar al país

ESTRATEGIAS FALLIDAS

Los demócratas obviamente no aprendieron la lección del 2016: culparon a Bernie Sanders, a los bots rusos y a los trabajadores ingratos. Simplemente decidieron volver a lo mismo: hacer promesas vagas y, a pesar de declararse contra el racismo sistémico, las desigualdades estructurales y el calentamiento global, no formularon ninguna propuesta concreta sobre cómo cambiar al país. Biden tuvo muchos problemas para encontrar un slogan y durante buena parte de la campaña se conformó con la monstruosidad de “Build Back Better” (“Reconstruir mejor”), más apropiada para una cementera que para un líder en tiempos de incertidumbre y aflicción. Más tarde su campaña optó por la metafísica y comenzó a decir que Biden “luchaba por el espíritu de la nación”.

El centrismo es una herramienta inadecuada en una era de intensa polarización, como ésta. Las dos últimas elecciones ponen en evidencia que este modelo demócrata es un fracaso. Biden logró recuperar los estados del cinturón del óxido, el muro azul: Wisconsin, Michigan y Pensilvania, pero con márgenes mínimos, de manera semejante a como Trump los ganó en 2016 y que definieron su triunfo, con apenas 77,744 votos. El demócrata fue capaz de ganar por estrecho margen Arizona, Nevada y Georgia, logrando así conquistar estados republicanos.

De cualquier manera, Biden se encontrará en una situación de debilidad endémica y por lo tanto su presidencia (a menos de que suceda lo improbable, y tanto Jon Ossoff como Raphael Warnock ganen las elecciones de segunda vuelta para senadores en Georgia, o bien si los demócratas ganan la mayoría en las elecciones de 2022), será irrelevante. No podrá aprobar leyes transformadoras, la reforma de inmigración seguirá atascada, cualquier intento de expandir Medicare se verá frustrado y los urgentes cambios en la manera en que los departamentos de policía actúan con las minorías no llegarán, tan sólo por mencionar algunos ejemplos. Fue muy significativo que las acciones en la bolsa subieron en cuanto se anunció la inminente victoria de Biden. Los grandes intereses financieros se benefician con Trump pero también se verán favorecidos, y quizá más, por un gobierno débil, incapaz de regular los mercados.

TRUMPISMO SIN TRUMP

Es claro que la mayoría de los votantes de Trump no tiene interés por las políticas republicanas. De hecho, el partido renunció incluso a presentar un programa para la reelección y simplemente anunció que el programa era lo que Trump decidiera. El trumpismo es maleable y ha llegado para quedarse. Éste es un país anclado en tradiciones oscuras que benefician a los poderosos y a las que no puede renunciar. La nación más rica del mundo ha convencido a su población de que no hay suficiente dinero y nunca lo habrá para ofrecer los servicios de salud, la educación superior o la infraestructura que beneficiarían a todos, como en la mayoría de las naciones desarrolladas del mundo. Al mismo tiempo, ofrece toda clase de beneficios, estímulos y prestaciones sin límite a sus oligarcas, grandes corporaciones, fuerzas armadas y Wall Street. Ése es el caldo de cultivo de la impotencia y el desconsuelo que fortalece la ideología del resentimiento del trumpismo.

El gran mito que esta elección ha desmantelado es que, entre más gente vote, más apabullante será el triunfo demócrata. Si bien Biden y Harris terminaron por imponerse, es claro que no se trató de un nocaut ni de un tsunami azul. Lo que realmente debería preocupar a los demócratas es que los republicanos pueden redefinir su partido como una coalición multirracial y étnica de los trabajadores, obreros y campesinos. Los republicanos rechazan cualquier inversión en servicios sociales y concesiones necesarias para mantener a estos sectores, pero si logran entender cómo valerse de las bases partidarias del Make America Great, lograrán erosionar el ya de por sí débil dominio demócrata de las bases trabajadoras y las minorías. Se ha dicho muchas veces que Trump se apoderó del partido y lo moldeó a su voluntad. La realidad es que el partido usó a Trump para llevar a cabo sus deseos más profundos y luego fue sacrificado por no cumplir sus promesas populistas de campaña (aumento al salario mínimo, respeto a Medicare y construir su muro). Cuando debía aprobar un segundo paquete de alivio económico para evitar una recesión en otoño, se dio por vencido y eso fue visto por algunos seguidores como traición.

El trumpismo puede pasar a la historia como un culto conspiracionista pasajero, una secta seudoteocrática con un brazo armado (hemos visto a numerosos asesinos y genocidas inspirados por Trump, y a milicias que planearon el secuestro de una gobernadora y un gobernador en Michigan y Pensilvania), que eventualmente implosione por sus propias contradicciones. Pero también puede convertirse en una fuerza política populista de corte fascista, capaz de influenciar a la política, la sociedad y el mundo por décadas. Así las aspiraciones de grandeza nacionalista desembocarán, como sucede a menudo, en la miseria del espíritu de la nación.