Quietud
Agua helada donde bebo la quietud
de todas las horas, un atardecer
calado mas brillante carga el peso
de nuestro duelo más profundo, es un silencio
casi al borde de la dulzura
son las calles un altar semivacío,
es el arroyo donde te recuerdo cada tarde,
la nostalgia de una muerte a donde he ido,
aquí es donde me quiebro a cada instante.
Aquí es.
Aquella banqueta donde duermen los vagabundos,
no tienen dónde guardar su cuarentena,
la palabra hogar se nos rompió hace mucho,
los guardias de seguridad del edificio donde vivo
siguen trabajando día y noche,
porque el más pobre ha de servir
hasta en sus últimas horas.
En estas semanas se me arrecian los sentidos: noto
una nueva presencia de pájaros frente a mi ventana,
el vaivén de la ópera que escucha mi vecino,
los barrenderos que trabajan religiosamente
pasadas las diez de la noche y a los que saludo
en gratitud, desde la coreografía de sus escobas.
Mi cocina es el epicentro de un quantum alquímico,
mi respiración anda ya sin prisa de vivir,
mis caderas fluyen en la cantaleta
de lo ganado y lo perdido.
De la quietud bebo como una palma
que ha de abrirse ante mi boca,
como un altar amoroso al que me inclino,
y en esta lentitud obligada, en este duelo pleno
[de rabia,
hago de las horas enclaustradas
un espacio al naufragio,
este silencio en la ciudad:
un oráculo, un capullo vespertino.