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Salinger y Hemingway, un encuentro, una carta

Por:
  • craig brown

TRADUCCIÓN: ROBERTO DIEGO ORTEGA

A sus veinticuatro años, Jerry Salinger experimenta una guerra terrible. De los tres mil ochenta hombres del doceavo regimiento de infantería de Estados Unidos que desembarcaron con él en Normandía, el Día D, sólo un tercio permanece con vida.

Su regimiento es el primero que entra a París, rodeado por multitudes felices. El trabajo de Salinger como oficial del Cuerpo de Contrainteligencia incluye ubicar e interrogar a colaboracionistas nazis. Mientras avanzan por París, él y un compañero oficial arrestan a uno de ellos, pero una muchedumbre se los arrebata y lo golpea hasta matarlo.

Salinger ha oído que Hemingway está en la ciudad. Siendo él mismo un escritor de prestigio en ascenso por sus cuentos, toma la decisión de buscar al más famoso novelista estadunidense vivo. Se siente seguro de que lo encontrará en el Ritz y hacia allá conduce su jeep. Claro que ahí está Hemingway, instalado en el pequeño bar, alardeando ya de que él solo liberó a París en general y al Ritz, en particular.

Hay un ligero rastro de verdad en este último reclamo. “Era lo único de lo que podía hablar”, recuerda un compañero de la prensa. “Era más que ser el primer americano en París. Decía: ‘Yo seré el primer americano en el Ritz y yo lo voy a liberar’”. Lo cierto es que los alemanes ya habían abandonado el hotel cuando Hemingway llega, entonces el gerente sale a darle la bienvenida y le presume: “¡Salvamos el [vino] Cheval Blanc!”.

“Está bien, ve por él”, le dice Hemingway, que luego comienza a beberlo.

Hemingway procede a hacer del Ritz su casa. En lo sucesivo, no se le puede molestar para cubrir la liberación de París, aunque le presta su máquina de escribir a alguien que sí puede hacerlo. En lugar de eso, pasa la mayor parte de su tiempo en el bar, bebiendo champaña Perrier-Jouet.

El día de la liberación, con un brandy luego del almuerzo, una huésped dice que quiere ir a ver el desfile de la victoria.

“¿Para qué?”, responde Hemingway. “Quédate tranquila, hija, y bebe este buen brandy. Siempre podrás ver un desfile, pero nunca volverás a almorzar en el Ritz luego de la liberación de París”.

Mientras los días transcurren, él mantiene su base en el Ritz y se ufana de cuántos

alemanes ha matado, aunque nadie de quienes lo acompañan puede recordar un solo caso.

A la llegada de Salinger, Hemingway lo saluda como a un viejo amigo, le dice que lo reconoce por su foto publicada en Esquire y que ha leído todos sus cuentos. ¿Acaso trae algo nuevo? Salinger saca un ejemplar reciente de The Saturday Evening Post que contiene un cuento suyo. Hemingway lo lee y felicita al autor. Los dos toman asiento y platican durante horas. Salinger (que en secreto prefiere la escritura de Fitzgerald) tiene la agradable sorpresa de distinguir al personaje público de Hemingway de la persona en privado; le parece “un muy buen tipo en realidad”.

"En Greenwich Village, 1946, Jerry Salinger ha recuperado algo de su antigua beligerancia. Juega póquer y habla con sus amigos, despectivo, sobre muchos escritores reconocidos, entre ellos Hemingway".

Unos días más tarde, Hemingway le cuenta a un amigo sobre su encuentro con “un chico de la Cuarta División llamado Jerry Salinger”. Hace notar el desdén del joven por la guerra y su urgencia por escribir. También está impresionado porque la familia de Salinger continúa enviándole por correo The New Yorker.

No se volverán a encontrar, pero intercambian correspondencia. Hemingway es un mentor generoso. “Primero, tienes un oído formidable y escribes con ternura y amorosamente sin humedecerte... qué feliz me hace leer los cuentos y vaya si eres el buenísimo escritor que yo creo que eres”, le anota.

El afecto de su único encuentro es captado en una carta que Salinger le escribe a Hemingway el año siguiente, desde el hospital militar donde es tratado por estrés de combate:1

Querido Papa,

Te escribo desde el Hospital General de Nuremberg. Todo lo que tengo por decir es que se nota la ausencia de Catherine Barclay.2 Espero poder salir mañana o al día siguiente. Nada estaba mal en mí, excepto que he padecido un estado casi permanente de abatimiento y pensé que sería bueno hablar con alguien sano. Me preguntaron sobre mi vida sexual (que no podía ser más normal, ¡afortunado!)  y sobre mi infancia (normal. Mi madre me llevó a la escuela hasta que cumplí veinticuatro años, pero ya conoces las calles de Nueva York), y por último me preguntaron cuánto me gustaba el Ejército. Siempre me ha gustado el Ejército. [...]

Quedan muy pocos arrestos por hacer en nuestra sección. Ahora atrapamos niños menores de diez años si se comportan de modo irrespetuoso. Hay que llenar esas formas de arresto para el Ejército, tenemos que engordar el Reporte. [...]

¿Cómo va tu novela? Espero que trabajes duro en ella. No vendas los derechos para hacer la película. Eres un hombre rico. Como presidente de tus muchos clubs de fans, sé que hablo por todos sus integrantes cuando te digo que No a Gary Cooper. Es cierto que trabajas en tu nueva novela, ¿verdad? Sé que los automóviles no son seguros en Cuba.

He solicitado al CIC (Cuerpo de Contrainteligencia) que me mande a Viena, pero sin resultado hasta el momento. Estuve ahí durante casi un año en 1937 y quiero poner de nuevo unos patines de hielo en los pies de alguna muchacha vienesa. No es demasiado pedirle al Ejército.

He escrito otro par de mis cuentos incestuosos, varios poemas y parte de una obra de teatro. Si alguna vez salgo del Ejército, podría terminar la obra e invitar a Margaret O’Brien para actuarla conmigo. Con un casquete militar y un hoyuelo de Max Factor en mi ombligo, yo mismo podría representar a Holden Caulfield. En alguna ocasión brindé una actuación muy sentida como Raleigh en El final del viaje. Muy sentida.

Daría mi brazo derecho por salir del Ejército, pero no con el boleto psiquiátrico de que este-hombre-no-es-apto-para-la-carrera-militar. Tengo en mente una novela muy sutil y no quiero que en 1950 le digan al autor que es un tarado. Soy un tarado, pero la gente equivocada no debe enterarse.

Me gustaría que me escribieras una línea si alguna vez te es posible. Separado del escenario, es mucho más fácil pensar con claridad. Me refiero a tu trabajo.

Espero estar en Nueva York la próxima vez que vayas y si tienes tiempo puedo verte. Las pláticas que tuve contigo aquí fueron mis únicos minutos alentadores en todo este asunto.

Sinceramente,

Jerry Salinger

P. D.:  Si hay algo que yo pueda hacer aquí por ti, cualquier mensaje que le pueda llevar a alguien, lo haré con todo gusto.

El proyecto de mi libro de cuentos ha colapsado. Lo cual en realidad es bueno, sin amarguras. Todavía estoy atado a mentiras y afectos, y ver mi nombre en la cubierta de una portada polvosa aplazaría durante varios años más cualquier mejora verdadera.

Edmund Wilson ha publicado una especie de libro de recortes de F. Scott Fitzgerald (una idea sucia), que ha llamado Crack Up [La quiebra]. Malcolm Cowley lo reseñó para The New Yorker, o reseñó al propio Fitzgerald, con la maldita superioridad con la que los críticos reseñan a los muertos. Es tan fácil escribir una “buena” reseña de Fitzgerald. Todas sus deficiencias sobresalen de manera tan obvia, y si algunas no lo hacen el propio Fitzgerald las señala. Parece insulso que los críticos se lamenten por el fracaso de Fitzgerald para “desarrollarse”. Su oficio o su belleza sólo eran aplicables a sus debilidades, ¿no crees? No pienso, como los críticos parecen hacerlo, que El último magnate haya sido su mejor su libro. Se alistaba para arruinarlo. Estaba listo para imprimirle un giro al estilo Gatsby. Que no lo haya concluido, me parece, da lo mismo.

Lo mejor para ti.

J.

Por ese tiempo, Salinger padece una especie de colapso nervioso alimentado por los horrores que ha resistido. Su biógrafo Ian Hamilton sugiere que su amigable carta a Hemingway no debe tomarse al pie de la letra. Cree que es “casi maniáticamente alegre” y quizá tiene razón. Años más tarde, Salinger le dice a su hija: “En realidad nunca te quitas de la nariz el olor de la carne quemada, no importa cuánto vivas”.

En Greenwich Village, 1946, Jerry Salinger ha recuperado algo de su antigua beligerancia. Juega póquer y habla con sus amigos, despectivo, sobre muchos escritores reconocidos, entre ellos Hemingway. “De hecho, tenía la convicción total de que en realidad no hubo buenos escritores en Estados Unidos desde Melville —es decir, hasta la aparición de J. D. Salinger”, recuerda uno de ellos.

Hemingway, por su parte, es feliz al mencionar a Salinger como uno de sus tres autores contemporáneos favoritos; al morir, un ejemplar de El guardián entre el centeno es hallado en su biblioteca. No es el primer escritor con un discípulo que se vuelve contra él, ni tampoco el último.3

Notas

1 El texto original cita algunos fragmentos de esta carta. Salvo dos pasajes incidentales, aquí la reproducimos completa. (N. del T.)

2 Catherine Barclay, la enfermera inglesa de A Farewell to Arms (Adiós a las armas).

3 En thedailybeast.com, el profesor Nicolaus Mills reivindica el afecto que Salinger manifestó más tarde por su mentor: luego del suicidio de Hemingway, cuestionó a

sus detractores y defendió al amigo y colega que le brindó toda su generosidad. (N. del T.).

Fuente: Craig Brown, Hello Goodbye Hello. A Circle Of 101 Remarkable Meetings, Simon & Schuster, New York, 2012.