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Una novela ucrónica y distópica

Por:
  • edgardo bermejo

1.Una foto ya clásica de la serie México-Tenochtitlan, del gran fotógrafo mexicano Francisco Mata, nos permite acercarnos a la nueva novela de Mario González Suarez, Uno Conejo / ce tochtli. Se trata de una foto tomada en 1991. En ella vemos a un personaje disfrazado de calaca salir de la escalinata de la estación Zócalo del metro capitalino, frente al Palacio Nacional. Carga un mazo sobre el hombro y asciende hacia la superficie de la plancha del Zócalo con la entereza de quien regresa del Mictlán, del inframundo, del valle de los muertos.

Arriba le espera la realidad presente, la Ciudad de México y sus millones de habitantes. Escalones abajo vemos a un personaje cargando dos atados de algo que parecen cojines, y que avanza como si le siguiera el paso a la muerte. Es un heredero legítimo de los derrota-dos cinco siglos atrás, un representante de los jodidos de siempre. En el último escalón, una canasta de tlayudas de maíz azul les espera como un obsequio de Cintéotl, el dios mexica de la planta simiente de los mexicanos.

La de Francisco Mata es una imagen que nos recuerda la persistencia de una ciudad antigua que no es la ciudad de los palacios, ni la región más transparente del aire, ni la “capital en movimiento” de los gobiernos del PRD, ni es “un sol con penacho y sarape veteado, que en las noches se viste de charro, y se pone a cantarle al amor”. Es Tenochtitlan, en lo que se convirtió la capital de los mexicas tras su primera destrucción. La foto resume con elocuencia la novela-códice de Mario González Suárez.

"El escritor Mario González Suárez está convencido de que el gran edificio humano y cultural sobre el que se levanta la Ciudad de México de nuestros días no es más que la extensión de un lugar llamado Tenochtitlan".

Con intuición de antropólogo, con curiosidad de historiador, con habilidades de tlacuilo, el escritor está convencido de que el gran edificio humano y cultural sobre el que se levanta la Ciudad de México de nuestros días no es más que la extensión en el tiempo y el espacio de un lugar llamado Tenochtitlan, que fue demolido cinco siglos atrás y habrá de enfrentarse nuevamente a su destrucción, para cumplir así con los ciclos cósmicos que marca de forma inequívoca la escatología prehispánica.

Los usos y costumbres de los capitalinos, su manera de comer, de hablar, de organizarse o de guerrear, su vocación por el estropicio y su condición vulnerable ante el enemigo invasor, se consumarán de nuevo en el año Uno Conejo, que marca el final y el principio de los tiempos.

Estamos pues ante una novela distópica, en tanto que nos revela un futuro apocalíptico que parecería acecharnos a la vuelta de la esquina, pero también ante una novela ucrónica, es decir, que plantea una construcción del devenir histórico a partir de hechos posibles pero que no han sucedido realmente. Imaginar tramas alternativas al presente y al futuro de nuestra ciudad es una manera de voltear el espejo de la historia, de poner de cabeza los hechos históricos para brindarle al pasado un futuro diferente. Es una manera también de revisar la historia entrando por la puerta trasera de la ucronía, para sacar algunas lecciones a partir de este ejercicio que explora en las causas de lo que podría ser pero que aún no ha sido. Y sobre todas las cosas, Uno Conejo / ce tochtli es una pieza de creación literaria, es decir, un artefacto verbal que, por primera vez en la historia de la literatura mexicana, eligió un formato diferente para desplegar su universo narrativo.

2. Como novela-códice, su texto se despliega en una tira de dieciséis metros que se lee de izquierda a derecha, al revés y al derecho. Al reverso de la primera página de un lado está la primera página del otro.

En uno de esos lados asistimos al relato a una sola voz de un personaje que es una suerte de inspector de mercados y operador político del delegado de alguna demarcación de la Ciudad de México. Se trata de un joven burócrata atribulado y comprometido con su causa. Ladino, lépero, un tanto cínico  y siempre echado para adelante, en el relato se narran sus afanes infructuosos por detener la enorme crisis que se avecina sobre la ciudad. Su teléfono celular, del que salen y entran llamadas todo el tiempo, es una extensión más de la trama. Esta parte del códice narra un día entero en la jornada del protagonista, en la antesala de la segunda destrucción de México-Tenochtitlan.

[caption id="attachment_1043266" align="alignnone" width="945"] Foto: Mónica Braun, Facebook[/caption]

Arranca de madrugada en la Central de Abastos y culmina hacia las siete de la noche, cuando el protagonista está a punto de llegar al bar Covadonga de la colonia Roma, para atender una cumbre de políticos y gobernantes de la ciudad, ante la inminencia del Armagedón. Es justo en ese momento cuando al parecer se produce un gran sismo en la ciudad que, junto con una revuelta social de gran escala y un panorama de ruina y decadencia urbana, anuncia el fin de un mundo, el fin de nuestra ciudad como la conocemos hasta ahora.

Ocurre una huelga de los recolectores de basura, la invasión de hordas destructivas que llegan de los suburbios miserables de la ciudad —la zona conurbada, como le llaman—, a la manera en que los enemigos de los mexicas se aliaron con los españoles en la guerra de conquista y contribuyeron a su derrota. El desplome de las instituciones de gobierno de la ciudad, la inminente intervención militar de Estados Unidos, que ya controla los impuestos de la ciudad, y el saqueo de las piezas arqueológicas del Museo Nacional de Antropología, que al parecer desatarán la furia y la venganza de los dioses mesoamericanos, son las señales que anuncian la segunda caída de Tenochtitlan.

En este lado del códice, el autor convoca a un lector omnisciente y al mismo tiempo sordo. Aquí podemos leer, quiero decir, escuchar, todo lo que el protagonista dice o vocifera, y podemos incluso asomarnos al flujo desordenado de sus pensamientos. Lo que pasa por su cabeza forma parte de estos parlamentos en aparente desorden y sostenidos todo el tiempo por una prosa trepidante y enérgica.

Pero no podemos en cambio escuchar nada de lo que dicen todos los demás personajes con quienes interactúa a lo largo de la jornada. Lo único que se nos permite escuchar del exterior, fuera de la voz o del pensamiento del protagonista, son fragmentos de canciones que suenan en la radio del coche en el que se transporta a lo largo del día. De los Beatles a los Ángeles Azules, y uno que otro guiño al Príncipe de la Canción.

El lector se sitúa entonces en un espacio único entre el cerebro y la lengua del inspector de mercados, y esto crea un espacio de intimidad extenuante y febril, justo el tono que Mario González eligió como estrategia narrativa para adentrarnos en el estrépito de una caída y una derrota civilizatoria: el fin de los chilangos herederos del Tenochtitlan devastado de 1521.

El otro lado del códice es polifónico. Las múltiples voces de esta segunda parte aparecen como un coro que entrelaza situaciones anecdóticas pero también párrafos más cercanos al ensayo y la reflexión, todo esto sin pausas ni nada que los distinga uno del otro, como no sean unas cuantas señales que el propio flujo hipnótico de la narración va develando.

En esta parte del códice se pasa de una situación a otra sin transición alguna. Aquí aparecen desde la historia de un grupo de historiadores aficionados a los códices prehispánicos —que, según dicen, encontraron el único códice que explica la gastronomía de los mexicas y su gusto por la antropofagia—, hasta las claves de un complot internacional —donde los rusos no pueden faltar— para restituirle a México un monarca a la manera de Maximiliano de Habsburgo. Hay también escenas de Juárez y su carruaje icónico, enfrentando a las momias de Guanajuato, y —en las últimas páginas de la novela— la gran crónica de la destrucción, donde el lenguaje se explaya en frases kilométricas, saturadas de violencia y altisonancias, como un rap gramatical que ritma la música de la devastación.

Esta segunda parte del códice no tiene una trama lineal. Se trata más bien de varias tramas diversas que se superponen, son un rito verbal del mismo caos que se pretende describir, un laberinto intrincado de situaciones y atmósferas cargadas de violencia. Aquí la prosa de Mario vuela y se despliega hasta resultar inclasificable. La segunda parte del códice —o la primera, si así se elige leerlo— es, sobre todo, un acto del lenguaje, arquitectura siniestra de palabras.

"Sabemos que los mexicas devoraban a sus víctimas en múltiples guisados. Del mole al pozole, la carne humana fue ingrediente estelar de la cocina prehispánica".

3. La práctica sistemática, cotidiana y generalizada del canibalismo en las sociedades prehispánicas se ha mantenido por siglos en el clóset de la historia mexicana. La incorporación del prójimo a la dieta de nuestros antepasados fue ocultada —o en el mejor de los casos, matizada como una práctica ritual excepcional— por los primeros misioneros y cronistas de la conquista, como también por la historia oficial del siglo XIX. Incluso los más notables arqueólogos, historiadores, antropólogos y estudiosos del universo mesoamericano de buena parte del siglo XX prefirieron hacerse de la vista gorda ante lo que es en la actualidad una evidencia histórica plenamente documentada.

Hoy sabemos que los mexicas devoraban a sus víctimas y las cocinaban en múltiples guisados. Del mole al pozole, la carne humana fue el ingrediente estelar de la cocina prehispánica. Los restos de las víctimas se comerciaban en el mercado como en cualquier carnicería, y en ello no había reparo moral ni horror ontológico alguno: era comida y punto.

En unos de sus últimos relatos, “Bajo el sol del jaguar”, Italo Calvino documentó con amplitud esta suerte de vergüenza nacional que a los mexicanos nos ruboriza o aterra. En el relato, un guía de turistas en Oaxaca, muy versado en temas de historia y gastronomía mexicana, evita a toda costa —cuando la pareja de italianos a los que acompaña le pregunta con insistencia sobre el tema— reconocer el destino final de las decenas de miles de seres humanos que eran llevados a la piedra de los sacrificios en el mundo prehispánico.

El tema ocupa un lugar relevante en Uno Conejo / ce tochtli, tal vez la primera que aborda con amplitud esta suerte de destape histórico:

Se hicieron carne para los tacos de su dios y é l condescendió a guiarlos hacia un lugar donde se facilitara la gastronomía, que el viandante fuera caminando y a su paso encontrara tacos de carnitas, de barbaca, de suaperro, de guisado, de machitos, de canasta, de escamoles. [...] No, la única verdadera diferencia no es la de si es hombre o mujer, entero o tullido, o de rico y pobre, que sí son, pero no importa. La única verdadera diferencia es si come o es comido. El que come nunca debe ser comido, y el comido pudo haber comido antes, pero al final se lo comieron.

4. Al elegir escribir una novela códice, Mario González se personificó en escritor-Tlacuilo. “Escribir un libro —nos dice en una parte de la novela— es como armar un cuerpo, conocerlo por dentro y por fuera, su sabor, su aliento. Esto sólo puede hacerlo un verdadero tlacuilo”. Y remata: “no se llama tlacuilo quien obtiene un diploma sino quien pinta un códice”, y Mario ha pintado el suyo con el pincel de las palabras.

El tlacuilo —escribe finalmente— se forma a partir de una abierta interlocución con el alma del mundo y sus congéneres, es tlacuilo quien se atreve a imaginar, a indagar las coordenadas de la realidad, esa actitud llamada talento no se puede transmitir y el oficio no se puede enseñar, lo aprende quien se reconoce llamado a ello: quien sigue su vocación sigue la voz de su destino.

Alguna vez, hace muchos años, a Mario González Suárez le dijeron que de lo que iba el oficio de escritor era de escribir. Una aparente obviedad que encierra sin embargo un profundo sentido: se trata únicamente de escribir, con disciplina y con paciencia, de crear mundos contenidos en objetos verbales, de reinventar al lenguaje. De lo que va, en efecto, este oficio es de escribir, no de buscar premios, fama, micrófonos y reflectores sino tan sólo de escribir, en absoluta libertad creativa. Este libro-códice así lo confirma.

* Mario González Suárez, Uno Conejo / ce tochtli, Editorial Nieve de Chamoy, Méxi-

co, 2019.