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Guillermo Hurtado

El miedo a la democracia popular

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Por:

Un fantasma recorre Occidente: el miedo a la democracia popular. El sentimiento no es nuevo. En 1930, José Ortega y Gasset publicó un libro sobre esta preocupación: La rebelión de las masas. Ortega pensaba que la democracia sin riendas era un peligro. Una élite ilustrada tenía que estar al mando del gobierno y de las instituciones. La política no debía quedar en manos del populacho.

Después de la caída del Muro de Berlín todos se volvieron demócratas. Sin embargo, son pocos quienes, hoy en día, entienden, respetan y aman la democracia.

Los países occidentales están repletos de falsos demócratas. Cuando los resultados electorales no son los que ellos esperan, los demócratas de dientes para afuera se quejan del procedimiento que ellos antes habían avalado, y reniegan de los electores que ellos antes habían halagado. Estos falsos demócratas no saben aceptar los resultados adversos de las elecciones. Quisieran que todo fuera como ellos lo habían previsto. Esta terquedad no sólo indica una mala comprensión del proceso democrático, sino del ser humano. Las personas somos predecibles en muchos aspectos, pero no somos máquinas, somos capaces de cambiar de maneras inesperadas. Que nos gusten o no los resultados de esas sorpresas es otro asunto. Lo importante es ser conscientes de que la democracia genuina no se puede dominar y, sobre todo, no se puede anticipar.

Si la democracia es la expresión de la libertad colectiva —no de la mía o de la tuya sino de la de todos los que nos reunimos alrededor de un nosotros— entonces la democracia tiene que dejarse en plena libertad; para acertar, pero también para equivocarse; para tomar el camino que nos lleva a nuestro destino, pero también para tomar el camino que nos aleja de él. Quien no quiera tomar riesgos, que renuncie a su libertad y que se la arrebate a su vecino, pero que no finja que es un demócrata, porque el verdadero demócrata acepta los peligros de la libertad colectiva.

Los falsos demócratas que se horrorizan de los resultados de una elección no pueden entender por qué la gente no piensa como ellos. Pero el problema no es de la gente. El problema es de ellos. Si no entienden la decisión de la gente es porque no la conocen. O, mejor dicho, creen que la conocen y, por ello, la sorpresa los trastorna. Y si la conocen y, de todas maneras, repudian sus necesidades, creencias y valores es que, en el fondo no son demócratas, es decir, consideran que la gente no debería tener el derecho de gobernarse y, menos aún, de instaurar un gobierno para todos.

Quienes se dicen horrorizados por el resultado de una elección se sienten superiores, moral e intelectualmente, a las mayorías. Pero se les olvida que la democracia no es el gobierno de las minorías, sino de las mayorías. Si no confían en las mayorías, si las desprecian, si les temen, no deberían llamarse a sí mismos demócratas. Lo que ellos querrían, tal parece, es que fueran las minorías —para ser más específicos, la minoría a la que ellos pertenecen—quienes gobernaran en el nombre del pueblo. Ellos aceptarían con orgullo este encargo porque opinan que el pueblo sigue siendo ignorante, tonto, prejuicioso.

La democracia no puede dejarse en total libertad, dirían, tiene que estar dirigida por las minorías ilustradas. Para unos, la minoría relevante es la de las personas cuyos sentimientos morales son los correctos, los pocos que saben distinguir el bien del mal, la nobleza de la bajeza: la aristocracia de la moral. Para otros, son los economistas, quienes deben explicare a los trabajadores que lo mejor para ellos es que no les suban el sueldo. Otros eligen a los juristas, que les explican a los ciudadanos que no pueden cambiar su situación porque existen derechos universales y eternos que no lo permiten. Y recientemente se propone a los médicos, que le explican a la población por qué es mejor morir de hambre que por una infección.

No dudo de las buenas intenciones de quienes opinan que la democracia debe ser dirigida por una élite ilustrada, pero si en verdad quieren realizar su propósito deberían ser consecuentes y rechazar abiertamente el sufragio universal.