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Despertar

ENTREPARÉNTESIS

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Despertar es sobrevivir al simulacro de la muerte que es el sueño. Morir todos los días, al menos simbólicamente, es un recordatorio constante, e irrefutable, de que para eso nacemos. Así como la enfermedad nos hace más conscientes de la salud (que damos por sentada), la muerte nos hace más conscientes de la vida, cuya fuga constante solemos olvidar. Pero de la enfermedad se regresa en muchísimos casos, y de la muerte nunca.

“Gracias a la práctica y la experiencia —cuenta Montaigne— es posible fortificarse contra los dolores, la vergüenza, la indigencia y otros infortunios semejantes; pero, en cuanto a la muerte, no podemos experimentarla más que una vez. Todos somos aprendices cuando llegamos a ella”. En la antigüedad hubo hombres que procuraron afinar su espíritu de tal forma que pudieran atestiguar en qué consistía el tránsito de la muerte, “pero no volvieron para contarnos las noticias”. Nadie se despierta después de haber sentido el frío de la muerte, dice Lucrecio. Pero no es requisito morirse, o acercarse a la muerte mediante un grave accidente, para “despertar” y sentir la gratitud del sobreviviente, del renacido. Escribir es una resistencia parecida a la del sobreviviente. Atravesar incólumes una pandemia debería serlo también. ¿No estamos muriendo por centenares todos los días? No concibo mayor lección que la que nos está dando un virus que ni es invisible ni es una teoría conspiratoria. La cercanía con la muerte es absoluta pero nuestro aprendizaje no parece ser proporcional. No pensar es imposible, pero pensar en cualquier otra cosa es regalado, y en esas estamos: ya hay repuntes de la pandemia en varios lugares, pero el desconfinamiento está fuera de control. Al fin y al cabo, aquí en México siempre nos hemos pasado los semáforos en rojo. No sabemos despertar.

Ojalá pudiéramos decir, con Montaigne: “Nuestros sufrimientos requieren tiempo, el cual es tan breve y precipitado en la muerte que ésta ha de ser necesariamente insensible”. Todo el mundo quisiera irse de un limpio tajo, pero la muerte por coronavirus contradice al gran ensayista, sumando al desenlace ultimísimo el tiempo que se requiere para sufrir, por no hablar de un aislamiento tal que arranca al enfermo de cualquier compañía posible. La gratitud de quienes han sobrevivido a la enfermedad (y testimonios hay muchos) es un despertar cuya potencia tendría que ser al menos tan contagiosa como la del propio virus. La pandemia no nos ha hecho un poquito más filosóficos porque optamos por pensar en cualquier otra cosa y salir a abarrotar una playa o un centro comercial… Son (o deberían ser) mucho más aleccionadores nuestros miedos reales que nuestras falsas certezas, pues gradualmente nos despiertan, tal vez no con la sacudida de un accidente, de una caída del caballo que nos “desarzone” (uso el término siguiendo a Pascal Quignard), pero sí conviviendo todos los días con una epidemia que asentó sus reales de manera global y que al momento en que redacto estas líneas ha cobrado la vida de 503,133 personas. ¿No es suficiente sacudida ese medio millón de muertes? La respuesta clara es no. Quién sabe qué tiene que ocurrir para que despertemos.