Horacio Vives Segl

Tratado de Miramar

ENTRE COLEGAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Hace unos días se cumplieron 160 años de la firma del Tratado de Miramar. 

Uno pensaría, ¿cuál es la impronta de un convenio firmado el 10 de abril de 1864, en un castillo en Italia? La respuesta es muy sencilla: gracias a ese tratado, firmado por el emperador francés Napoleón III y el archiduque austriaco Maximiliano de Habsburgo, se abrió el camino para que unas semanas después, el 28 de mayo, diera inicio el periodo conocido en la historia de México como el Segundo Imperio, con la llegada al país de Maximiliano y su esposa, la emperatriz Carlota de Bélgica, previa invasión por parte de las tropas francesas.

Como se sabe, este hecho fue precedido por la Guerra de los Tres Años o Guerra de Reforma, entre diciembre de 1957 y enero de 1961, en la que lucharon liberales contra conservadores por imponer sus muy diferentes visiones de país. Triunfantes los liberales, al producirse la suspensión de pagos por parte del gobierno mexicano, algunos de los países afectados, como España y el Reino Unido, pudieron zanjar las diferencias con nuestro país; no así en el caso de Francia, que vio en ese incumplimiento la excusa idónea para expandir su influencia en América, más allá de sus diminutas posesiones en el Caribe. Con Estados Unidos en plena Guerra de Secesión, parecía la ocasión propicia para detener su voraz expansión territorial y sus pretensiones de ser la única potencia con influencias en el resto del continente, bajo los principios de política exterior de la Doctrina Monroe y su conocida máxima “América para los americanos”.

El breve trienio (1864-1867) del Segundo Imperio es uno de los periodos más estudiados, romantizados y, a la vez, satanizados de la historia de México. Es, por supuesto —junto con la consumación de la Independencia y el inmediato establecimiento del Primer Imperio, con Agustín de Iturbide, así como las dos constituciones centralistas que rigieron brevemente en la primera mitad del siglo XIX—, uno de los más notables episodios conservadores de la historia patria, que cuesta mucho trabajo entender, reconocer y valorar, si de lo que se trata es de querer implantar una historiografía maniquea y simplista, la llamada “historia de bronce”, de héroes y villanos, muy útil para sostener una narrativa oficial incuestionable, como fue el caso durante el régimen posrevolucionario del siglo XX y, ahora, en la cosmovisión del actual régimen, para el que todo lo que se quiere descalificar entra en la inmensa etiqueta de “conservador”. Misma dificultad se presenta frente a personajes tan polémicos como Antonio López de Santa Anna —a ratos liberal y a ratos conservador— y, por supuesto, Porfirio Díaz —liberal en su ideología, conservador en su autoritarismo—.

El Segundo Imperio tiene distintas manifestaciones que lo siguen haciendo de extraordinario interés para las sucesivas generaciones. Aquí se cuentan el fusilamiento de Maximiliano, junto con Tomás Mejía y Miguel Miramón, en el sitio histórico del Cerro de las Campanas, que lo conmemora; la aclamada y difundida novela de Fernando del Paso, Noticias del Imperio, incluyendo la longeva vida posterior de Carlota tras la aventura mexicana; y, por supuesto, la sede del Museo Nacional de Historia, mejor conocido como el Castillo de Chapultepec, uno de los sitios más visitados y emblemáticos de la capital mexicana y del país, que rememora el estilo de vida de los fugaces emperadores.